jueves, 28 de junio de 2018

358. Gol

A mí me gusta el fútbol. Lo practiqué de chaval y guardo gratos recuerdos de aquella época en que gracias a los desplazamientos en un minibús desvencijado empecé a ampliar mis horizontes por la coruñesa Costa da Morte. Tengo que confesar que se me daba bastante mal. Menos de portero jugué en casi todos los puestos posibles, señal inequívoca de que no servía para ninguno. Pero aun así lo practiqué con desaforado entusiasmo. Más tarde, ya de adulto (o no tanto) lo pude disfrutar como espectador durante los años dorados del Superdepor, primero, y del tiquitaca de la selección nacional y del Barcelona, después. Pero en los últimos tiempos el fútbol ha ido perdiendo su componente épico y romántico. Ahora todo es un negocio obsceno. Hay partidos a todas horas, casas de apuestas en cada esquina, los clubes no repiten equipo dos años seguidos, el diseño de las camisetas cambia cada temporada y los jugadores, salvo raras excepciones, se creen dioses. La copa del mundo, no obstante, aún conserva reminiscencias del pasado y cada partido, sobre todo a partir de octavos de final, puede alcanzar considerables cotas de dramatismo, generando grandes dosis de euforia en los vencedores y frustración en los perdedores. Pero tan emocionante como el ambiente apasionando, colorido y estrafalario tras un gol impresionante de Messi (por poner un ejemplo) es, una vez concluida la competición, el reparador silencio que sigue a tanto ruido mediático y acústico.

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