viernes, 20 de enero de 2023

490. Avatar

Vivimos conectados a una máquina, mirando a una pantalla, dispersos, perdidos, aislados del mundo que nos rodea, y también de nosotros mismos. Se dice que en las redes sociales se comparten contenidos. Sí, se exponen sin ningún tipo de pudor imágenes de la vida privada, experiencias, valoraciones, opiniones. Pero en pocos contextos una palabra está tan vacía de significado y fuera de lugar como en este caso el verbo ‘compartir’. En verdad dudo que se comparta nada, a parte del canal. Más bien diría que lo que muchos adictos a las redes sociales buscan es provocar envidia (sana o no), posar y servir de modelo, influir en la opinión y en la vida de los demás, llegar a sentirse influencer con más o menos followers. Es como un mercado de vanidad, los primeros presumen y los segundos adulan. Pero en general quien más quien menos se desnuda en público buscando algo: el aplauso y la admiración, los influencers; la bendición y el reconocimiento, los followers. Todo vale para alimentar los respectivos egos. Además, con los contenidos que se suben a las redes sociales uno va creando una identidad. Se muestra no como es, sino como quisiera ser, para después asumir como propia la personalidad de ese avatar que ha creado de sí mismo. ¿Será por eso que en la vida real hoy día casi todo se me antoja impostado, falso, insustancial, frívolo?

No pretendo aquí demonizar las nuevas tecnologías, sólo el mal uso que se hace de ellas. Claro que tienen múltiples utilidades de provecho si se usan con criterio: para dar a conocer por ejemplo un proyecto, un producto, un negocio o una obra artística; o para estar comunicado de forma ágil y eficaz con amigos y familiares que residen lejos. Pero el riesgo de caer en comportamientos compulsivos e insanos es muy grande.

La vida, ya se sabe, es teatro. Puro teatro. Ionesco decía que para su estética se había inspirado en un hombre gesticulando dentro de una cabina telefónica y Valle-Inclán entendía que había tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, de pie o desde una posición elevada. Con la primera mirada se refería a la tragedia griega, con la segunda al teatro de Shakespeare y con la tercera, a sus esperpentos.

Observar la vida a través del visor de una cámara fotográfica nos permite, aunque sólo sea por un instante, ver la vida con la mirada de Valle-Inclán y comprobar así lo absurda y esperpéntica que esta puede llegar a ser.

Es cierto, la cámara nos permite ver ciertos fenómenos con distancia, pero esto también tiene sus trampas. Ver las cosas desde una posición distante y elevada puede llevarnos a engaño, puede que con esa perspectiva nos sintamos moralmente superiores y contemplemos a los demás como títeres, pues vemos o creemos ver las cuerdas que los manejan. Vana sensación, pues en cuanto apartemos la cámara del ojo, dejaremos de ser observadores y pasaremos a ser observados, objeto de otras miradas, títeres del mismo titiritero.

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