Resulta
sorprendente con qué rapidez convertimos ciertos actos, gestos o
tics en hábitos. Ya lo dice una sabiduría popular, el hombre es un
animal de costumbres. El pasado carnaval decidí, después de muchos
años, volver a disfrazarme, y dado que estamos en crisis me las
arreglé con una simple nariz de payaso (que, por cierto, funcionó bastante bien). Y
desde entonces, como quien dice, no me la he quitado (en casa, se
entiende). Ahora, lo primero que hago al llegar del trabajo es ponerme
el chándal, calzarme unas zapatillas y colocarme la nariz de payaso.
Ya no me veo sin ella, pues me arropa la punta de la nariz, que en
invierno siempre tengo medio congelada. Además, la nariz también ha traído mucha vida y
alegría a mi hogar, cada vez que entro en el cuarto de baño o paso
delante del espejo del dormitorio o del pasillo siempre me encuentro a un
tipo sonriéndome. Alguna desventaja también tiene, cuando estuve
resfriado, por ejemplo, me resultó un poco incómoda, pues tenía
que quitármela y volver a ponérmela siempre que me limpiaba la
nariz. Y cada vez que estornudaba tenía que agacharme a recoger la
nariz, detrás del ficus, debajo del sofá o incluso un día detrás
de los botes de las legumbres. Pero, por lo demás, todo son ventajas
y he llegado a la conclusión de que la mejor forma de afrontar el día a día, tan gris e insulso últimamanete, es tomándose todo un poco a broma y reírse de todo y de todos, empezando por uno mismo. Además, desde que tengo este hábito resulto mucho más
convincente al explicarle al visitante de turno que no me interesa
cambiarme de proveedor de ADSL, hacer un reaseguro de decesos,
adquirir una nueva tarjeta de crédito, instalar gas ciudad en casa o comprar
una parcela en el paraíso de Jehová.
lunes, 25 de mayo de 2015
viernes, 22 de mayo de 2015
246. Secretos
Anoche, en un
minúsculo planeta del universo musical español actuaron Los
Secretos, grupo superviviente de la movida de los 80,
cuyas canciones tienen un peso muy importante en la banda sonora de las biografías de
buena parte de la gente de mi generación. Allí estuvimos una
pléyade de cincuentones rememorando, con las emociones a flor de
piel, un pasado cada vez más lejano, gozando con la música y reviviendo recuerdos que las letras de las canciones más
emblemáticas nos traían a la memoria; recuerdos lejanos unos, otros
no tanto. El concierto fue de menos a más y los músicos acabaron
disfrutando sobremanera con el público emocionado. En la barra las camareras no daban abasto sirviendo cerveza. Al final hubo varios
bises, pero aún así llegado el momento se hizo el silencio y las
emociones dejaron de bullir, nos embutimos en nuestras chupas y al
abandonar la sala una bofetada de viento frío nos despertó a la
realidad del presente. Mi amigo, viejo compañero de fatigas, y un
servidor todavía nos fuimos a rematar la noche en un bar de la zona
vieja, a escuchar aquellas canciones que se habían caído del
repertorio del concierto, como “Quiero beber hasta perder el
control” cuyo soniquete no ha dejado de resonar en mi cerebro
desde anoche.
martes, 19 de mayo de 2015
245. Santuario
Hay lugares en los
que parece que el tiempo se ha detenido, lugares a los que
uno irremediablemente vuelve pasados diez,
veinte o quizás más años. Sé que no es bueno vivir anclados en momentos del
pasado, pues esos recuerdos, tanto si son buenos como si son malos,
siempre son un lastre y con frecuencia provocan sentimientos difíciles de gestionar y que poco o nada aportan al presente. Pero también
sé que no es malo visitar, después de un largo intervalo de tiempo, algunos de los lugares en los que hemos vivido. Es bueno volver a ver paisajes que nos han marcado, pisar suelos que hemos pisado, tocar objetos que hemos tocado, rememorar palabras que hemos dicho o escuchado. Ese viaje al pasado de algún modo nos permite mirar el
presente con una cierta perspectiva, como si volviendo al punto de partida
consiguísemos ver mejor cuánto nos hemos desviado del rumbo que nos habíamos marcado, así como poner en valor los logros alcanzados e intentar averiguar cuáles han valido
realmente la pena. El de la foto es uno de esos santuarios, está igual
que hace treinta años, cuando aún se creaban cosas en él, había
ruidos y tenía vida. Hoy en ese taller reina el silencio y las telarañas,
pero pisar ese recinto minúsculo tiene para mí la misma magia y ensueño que
caminar sobre la arena mojada de una playa gallega, visitar un templo
románico cuando no hay gente en su interior o ver salir el sol desde la
ventanilla de un avión en un viaje de vuelta a casa.
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