sábado, 13 de febrero de 2021

454. Carpe diem

Va a cumplirse un año desde que vino a visitarnos el coronavirus y ahí sigue, como un comensal no deseado con el que no sabemos cómo hacer para que se vaya. Ha cambiado nuestras vidas, y de qué manera. La situación se está alargando demasiado y cada uno la lleva lo mejor que puede. Unos mejor, otros peor, y algunos (muchos) ni una cosa ni otra, pues la voracidad del virus se los ha llevado por delante. En un extremo están los que no quieren darle importancia a lo que está pasando y se escudan en teorías conspiranoicas. En el otro extremo están los hipocondríacos que, temerosos de la llegada del fin del mundo, viven encerrados en un búnker físico y mental y rehúyen todo contacto con sus congéneres. Pero tanto unos como otros, en mayor o menor medida, empezamos a estar cansados, hastiados, tocados de los nervios. A los que ya tenemos una cierta edad nos reconforta pensar que antes del confinamiento ya hemos vivido, viajado y disfrutado lo nuestro y que ningún virus nos va a quitar lo bailado. Los más jóvenes, en cambio, confían en su salud y están todavía en esa edad en que uno se cree inmortal, una actitud que les permite mirar al futuro con cierto optimismo. Sé que sentirse inmortal, en el fondo no es otra cosa que no tenerle miedo a la muerte y eso con frecuencia lleva a conductas temerarias. ¿Pero quién de nosotros, confiando en exceso en el factor suerte, no ha cometido alguna vez una temeridad, y la sigue cometiendo (aunque sea cada vez menos y con los riesgos más controlados)? Circular en un coche de segunda mano a 120 km/h por una autopista, ¿no es acaso una temeridad? ¿O comerse un pollo de granja, trabajar a las órdenes de una persona tóxica e incompetente, entrar en un quirófano para hacerse una liposucción, facilitar los datos de tu tarjeta de crédito a un portal de internet, saltar desde un puente colgado de una soga atada a los pies, mantener relaciones sexuales con una persona de la que desconoces el historial médico, cambiar de servidor de telefonía móvil, firmar un crédito con un banco, meter una papeleta en una urna (da igual qué papeleta y en qué urna)? Hoy día casi todo lo que hacemos entraña algún riesgo o peligro y ser temerarios se ha convertido casi en una necesidad. En optimismo y temeridad los jóvenes nos llevan ventaja, sino véase esta imagen. Al fondo se vislumbra un panorama difuso, convulso, amenazador, pero la pareja está a lo suyo, como si el futuro no fuese con ellos o no existiese, vive el momento. Me parece una actitud muy positiva, digna de ser imitada. Es preciso vivir el presente (carpe diem, que en latín el argumento tiene más enjundia). Y si no nos gusta como es, pues reinventémoslo, echándole coraje, humor y fantasía. Ya lo decían Les Luthiers: “No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella”.

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