Anoche soñé
que habían montado un gran circo en la capital de España, en pleno centro de
Madrid, con su gran carpa, sus banderitas y sus reclamos publicitarios
prometiendo maravillas y entretenimiento. En el sueño asistía a una función un
tanto surrealista: un enano que vestía un tanga con estampado aleopardado
sostenía en sus brazos un hipopótamo embutido en una camiseta del Real Madrid,
un perro funambulista hacía una caquita en las alturas y una trapecista barbuda
la recogía en el aire después de hacer el triple salto mortal. Pero los
aplausos que ésta recibía poco tenían que ver con la cerrada ovación con la que
era premiado el número de los prestidigitadores, que en un plis plas hacían
desaparecer grandes fajos de billetes de curso legal. Pero lo que hacía
verdaderamente las delicias del público era sin duda el número de los cuatro
payasos, especialmente el sketch en el que los tres payasos de camisetas
coloradas y nariz de tomate se ponían la zancadilla unos a otros y tropezaban
una y otra vez vez en el mismo cubo, para regocijo del payaso de traje
arlequinadado, andar amanerado y tez pálida que rubricaba cada tropezón de sus
compañeros con unas notas de saxo tenor. Cada vez que uno de ellos se daba de
bruces en el suelo, un espectador a mi derecha repetía burlón: ¡serán torpes!
Cuando me desperté, contrariamente a lo que suele pasar en estos casos, no noté un gran alivio.
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