Una de las cosas que más nos cuesta en la vida (a los
gallegos, dicen, más que a otros) es tomar decisiones. Cuando uno llega a una
bifurcación y se ve en la tesitura de tener que elegir un rumbo, duda y le invade la congoja. Quiere seguir el mejor de los caminos y le puede el miedo
a equivocarse. Además, la experiencia le advertirá de que, tome el camino que
tome, en algún momento acabará preguntándose, quizás arrepentido, ¿y si hubiese ido en la otra dirección? Pero no es menos cierto que algunas (pocas) veces
la vida nos lo pone fácil y la solución es muy simple: tirar
por el camino de en medio, sin mirar atrás ni a los lados, todo recto, sin
atajos ni rodeos. Quién sabe, quizás sea ésta una buena forma (y terapéutica) de
empezar el año.
jueves, 29 de diciembre de 2016
300. Capitanes intrépidos
En
cine prefiero una historia cotidiana y realista, bien contada y con todos sus
matices melodramáticos a esas epopeyas modernas, irreales y sorprendentes con
mensaje fácil y alienante. Considero mil veces más digna de
ser contada y novelada la historia del contramaestre que advirtió al capitán
del Titanic que sería prudente aminorar la velocidad, pues estaban llegando
mensajes informando de la presencia de icebergs en la zona, que la del propio capitán,
que al parecer murió como un héroe de película agarrado al timón de su nave, o la de la orquesta que
siguió tocando estoicamente hasta el último suspiro, algo que nadie acaba de
creerse del todo.
Si, a pesar
de la advertencia, el Titanic no hubiera chocado con un iceberg en aquel
fatídico viaje inaugural, lo más seguro es que la tripulación se hubiera
burlado del contramaestre y los directivos de la naviera lo habrían apartado de
su puesto y declarado no apto para el oficio de marino, alegando
presumiblemente falta de valor y de ambición. Pero en cualquier caso el desastre no
hubiera tenido lugar, se hubieran salvado muchas vidas humanas y él mismo
podría, ya de viejo, toparse una noche con alguien (un servidor, mismo) en un pub irlandés
y podría contarle(-me) por qué no había llegado a hacer carrera en la marina
mercante y se había tenido que conformar con ser cartero o conductor de
tranvía. Y es que en la vida, gente como el contramaestre del Titanic raras
veces triunfa. Y en política menos, porque el poder lo otorgan las mayorías y
éstas prefieren las poses de un capitán intrépido y ambicioso que los mensajes sensatos de un contramaestre responsable. La deriva que está tomando la política mundial en los últimos meses me produce verdaderos escalofríos, me siento como si viajase a bordo de un transatlántico que atraviesa una zona de icebergs.
299. Leviatán castrense
Mi abuelo era
un hombre más bien pequeño, pero compensaba su moderada estatura con nervio,
valor y mucho temperamento. Cuando sacaba el carácter parecía que crecía y
aparentaba uno o dos palmos más alto. No le tenía miedo a nadie ni a nada. Ni
al mismo demonio, al que, por los tiempos en los que le tocó vivir, tuvo que
enfrentarse en más de una ocasión, metamorfoseado el maligno en todo tipo de
personajes: en un capataz violento en los campos de caña en Cuba; disfrazado de
insurgente rifeño en el monte Gurugú; embutido en la piel de un terrateniente
avaro y sin escrúpulos cuando tuvo que testificar en contra de éste en un pleito por unos lindes;
travestido de Guardia Civil corrupto, a la sazón jefe de la Escuadra de Abastos de la
zona; y en tantos otros personajes mezquinos y malvados. En cada uno de esos
encuentros el abuelo siempre intuyó el peligro y con astucia y valor supo salir
indemne. Sólo en una ocasión sucumbió a los encantos y artimañas de Lucifer. Fue una tarde del mes de san Juan en una villa de la costa coruñesa, a donde acudió
el príncipe de las tinieblas trajeado con las galas de un generalísimo. Allí el
abuelo se dejó impresionar por el brillo de las limusinas y los Dodge Dart
oficiales, por los ritmos marciales que tocaba una banda de música
impecablemente uniformada, por los tocados de las señoras y sus perfumes que la
brisa marina extendía por toda la plaza, por las medallas que colgaban lustrosas
en las casacas de los militares con el aspecto más siniestro de la comitiva. En
fin, por toda la pompa y aparato que rodeaba a aquel leviatán castrense. Mas
ese encantamiento habría de durar bien poco, pues dos bofetadas recibidas de un
agente secreto, por no aplaudir y aclamar al Jefe del Estado como Dios manda,
devolvieron a mi abuelo a la triste y dura realidad de la España de los
primeros años 50. Después de aquel día jamás volvería ya a bajar la guardia y
se mantendría siempre alerta y cada vez que intuía que el maligno le rondaba,
recitaba en voz baja un conjuro que había aprendido de pequeño de una tía suya,
que muchos vecinos del lugar tenían por loca, y que en gallego rezaba:
Ai, San Silvestre,
ai, San Ciprianiño,
afastade esa becha,
ai, do meu camiño. (*)
(*) Ay, San Silvestre, ay, San Cipriano, alejad esa bicha, ay, de mi camino.
Ai, San Silvestre,
ai, San Ciprianiño,
afastade esa becha,
ai, do meu camiño. (*)
(*) Ay, San Silvestre, ay, San Cipriano, alejad esa bicha, ay, de mi camino.
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