miércoles, 4 de marzo de 2015

239. Asesino en potencia

En mi adolescencia yo tuve un amigo invisible. Como era hijo único, me pasaba muchas horas solo, sin amigos con los que jugar y, de repente un día, apareció él. Ernesto, se llamaba. Ya ni me acordaba, después de tantos años. Pero hará cosa de cuatro o cinco meses, un día al volver del trabajo, me lo encontré a la puerta de mi casa. Los años tampoco pasaron en balde para él: apenas le queda pelo y le sobran unos cuantos quilos. Estaba con su mujer, Natalia, y sus dos hijos, Valeria de 15 y Benja (no de Benjamín, sino de Benito Javier), de 12. Hacía tiempo que se habían quedado sin trabajo y ahora los echaban de su piso, pues ya no podían hacer frente a los plazos de la hipoteca (y nuestros gobernantes venga a insistir en que la economía española está levantando el vuelo). No tenían a dónde ir y les ofrecí instalarse por un tiempo en mi casa. Mi apartamento no es que sea muy grande, pero les acondicioné el salón para ellos cuatro, con el sofá cama y dos colchonetas; les vacié un armario para que colocasen sus cosas y, en fin, les dije que (faltaría más) se podrían quedar todo el tiempo que fuese necesario hasta que se arreglase un poco su situación. Ya al día siguiente de instalarse en mi casa, Ernesto salió por la mañana temprano para ir a la Oficina de Empleo y al Ayuntamiento y ver si encontraba un trabajo o, cuando menos, podría acogerse a algún tipo de ayuda social. Cuando volvió, a la hora del almuerzo, nos contó que la Oficina de Empleo estaba a reventar de parados invisibles y que había unas colas que daban varias vueltas a la manzana (estos, claro, ni aparecerán en las listas del paro). Pero Ernesto no se desanimó y continuó saliendo todos los días de mañana temprano en busca de un trabajo. No regresaba hasta la hora del almuerzo y siempre lo hacía con el mismo gesto: las manos en los bolsillos y cabizbajo. Según fueron pasando las semanas su carácter fue cambiando y ahora mi amigo invisible ya no es el que era, se le ve decaído, enfadado, por momentos incluso un tanto agresivo, diría yo. Hace unos días llegué a casa y Ernesto estaba teniendo una bronca monumental con Natalia, él le gritaba como un energúmeno y le faltó varias veces gravemente al respeto. Dudé si decir algo, pero preferí no entrometerme en sus asuntos. Además, últimamente ya apenas hablamos, se comporta como si estuviese enfadado con el mundo entero y tiene comportamientos extraños. A veces, cuando los niños aún no se han despertado, Ernesto, sabedor de que es invisible, se desnuda y sale al balcón con la mirada perdida y un gesto provocador y de desprecio hacia los viandantes que pasan por la calle. No sé lo que pretende con eso, pero la verdad es que la convivencia con mi amigo invisible está empezando a resultarme difícil (por no decir imposible). Él, en el fondo me da pena, intento imaginarme por lo que estará pasando, pero también tengo que decir que es un peligro, no sólo para su familia, sino también para mí. En cambio, Valeria y Benja son encantadores, unos críos muy cariñosos y muy responsables para su edad, les he cogido cariño. Natalia es una bellísima persona, a ella también le he cogido mucho cariño, quizás demasiado. Sinceramente, no sé en qué acabará todo esto...

lunes, 2 de marzo de 2015

238. Descanso eterno

Hay palabras, como eterno y descanso, que individualmete y por separado no te evocan grandes sentimientos, pero asociados pueden llegar a estremecerte. Sobre todo cuando a tu alrededor las ausencias son tan palpables.

(AnA, in memoriam)

237. Arriba y abajo

Es muy importante hacer cada cierto tiempo un alto en el camino, para pararse a pensar, reflexionar y replantearse la forma de entender el mundo y de enfrentarse a él. Es muy sano superar ciclos y buscar nuevos puntos de vista: acercarse más a algunas cosas y distanciarse de otras; retomar algunas viejas costumbres y olvidar otras más recientes; replantearse el valor de ciertas cosas, qué es arriba y qué abajo, izquierda y derecha, la manera de medir el tiempo, de agarrar el tenedor del marisco, de beber, de escuchar música, de saludar a tus padres, de mirar a tus amigos, de meterse en la cama, de freír un huevo... y así, de paso, seguramente recuperaremos algo de la ingenuidad, de la capacidad de sorpresa y del entusiasmo que hemos ido dejando por el camino con el paso de los años.