miércoles, 27 de marzo de 2013

154. Europa

La Unión Europea empieza a desdibujarse, y cada día que pasa es menos unión, menos europea y es más monetaria, más insolidaria. Todo lo hecho hasta ahora -programas de movilidad de personas y mercancías y de intercambio de conocimiento, la creación de fondos de cohesión y desarrollo, el establecimiento de un marco donde la paz, la justicia, la estabilidad económica, el respeto por el medioambiente y el progreso parecían posibles- parece que tan sólo era una quimera, un sueño provocado por un par de políticos prestidigitadores. La relativamente breve e intensa historia de amor que vivimos millones de europeos con la idea de una Europa unida se está revelando como un matrimonio insoportable. Y esto es así, porque quienes en su día sembraron el sueño de la UE eran estadistas, tipos sensatos, políticos de talla movidos por ideales y con una gran amplitud de miras, pero los que ahora se arrogan el derecho sobre la cosecha, sobre los frutos de ese sueño son banqueros y especuladores, personas anónimas que esconden sus trapos sucios en las carteras de cancilleres, de ministros de economía y de presidentes de todo tipo. Y como suele suceder en casi todas las historias de amor, también esta vez a quien más les tocará sufrir será a los que menos se lo merecen.

martes, 26 de marzo de 2013

153. Tiempos pasados

El edificio verde que se ve en la foto es una escuela rural. Quedan cientos de ellos repartidos por toda la geografía gallega (y sospecho que también fuera de ella). En tiempos pasados fueron unas escuelas unitarias, diría que todas construidas sobre los mismos planos, con las que se intentó paliar el analfabetismo y atraso de las zonas rurales, al tiempo que se adoctrinaba a la población rural en los valores y virtudes del pensamiento franquista. La planta superior solía ser la vivienda para el maestro y su familia y la planta baja era un único espacio en el que se hacinaban entre veinte y treinta alumnos de todas las edades. A día de hoy algunas de estas escuelas (como la de la foto) continúan funcionando (y tengo entendido que muy bien), escolarizando a las niñas y niños en los primeros ciclos formativos. Pero muchos de estos edificios han dejado de ser centros educativos y han sido reciclados y convertidos en centros culturales, unos; otros, en albergues para peregrinos (los que están a lo largo de la ruta jacobea), en clubes sociales o simplemente están cerrados y sólo se abren en contadas ocasiones para hacer de colegios electorales. Y todos, operativos o no, son testigos mudos de un tiempo que muchos creíamos haber dejado atrás. Un servidor, que apenas ha cumplido cincuenta primaveras, aún llegó a conocer por dentro uno de estos centros educativos en la época, digamos, preconstitucional. Sólo fueron unos siete u ocho meses durante el curso 1968/69, mis padres habían emigrado a Suiza y hasta que se instalaron del todo en el país alpino me dejaron con los abuelos en la aldea. El maestro a cargo de aquella escuela rural (sólo para niños) era un hombre orondo, con más talento para hacer de carcelero que de maestro. Su método didáctico podría calificarse "de percusión", pues, en un vano intento en enseñarnos disciplina, geografía nacional-católica, álgebra elemental y lengua castellana, se prodigaba en el uso de varas de sauce y reparto de capones y bofetadas. El aula era muy austera, muy distinta a la que yo había conocido en el colegio del pueblo, y los pupitres muy rústicos. En la pared de enfrente colgaba una gran pizarra, encima de ésta un crucifijo y una foto de Franco presidían aquel templo del saber. A la izquierda de la pizarra colgaba un mapa de una España bastante descolorida y delante de éste estaba la mesa del maestro, sobre la que reposaban los palitos atados en fajos de a diez, con los que nuestro maestro nos ilustraba, muy solemne él, los conceptos de decena y centena. En el suelo, entre la mesa y la pared, había una lata de sardinas oxidada (tamaño pandereta) que servía como escupidera y en la que el maestro escupía con considerable puntería sus frecuentes flemas y gargajos. La planta baja contaba con dos váteres, de uso exclusivo para el cuadro docente, de esos sin taza, tan típicos en el sur de Europa, con sólo dos marcas para colocar los pies y en medio un inquietante agujero negro. Debido a la vorágine digestiva del maestro y a que las instalaciones sanitarias carecían de agua corriente ambos agujeros negros se atoraban cada dos por tres. Entre las tareas que el maestro encomendaba a los alumnos, además de proveerle de varas de sauce (que casi siempre probaba en las nalgas del proveedor) y vaciar la escupidera en el exterior de la escuela y volver a colocarla con agua limpia en su sitio, estaba el pasarse una mañana entera desatascando los agujeros negros con escobas viejas y cubos de agua traídos de las casas más cercanas. Recuerdo que este maestro a mí me tenía en cierta estima o consideración, porque no le daba muchos problemas de indisciplina, porque hablaba un castellano de pueblo y, de modo especial, porque (más por carencia que por virtud) no era muy dado a llorar. Así fue que un día consideró oportuno concederme un minuto de gloria delante de mis compañeros de clase, muchos de ellos mayores que yo. Él acababa de pegarle a un compañero muy llorón, que solía romper a llorar y gemir antes incluso de que la vara de sauce o la manaza del maestro impactase en su cuerpo, y me ordenó salir a la pizarra. Allí, delante de todos y sin venir a cuento, me propinó una sonora bofetada y antes de mandarme volver a mi asiento me puso la mano en el hombro y dijo algo así como: “Tomad ejemplo de este chaval, que no llora como vosotros, que parecéis todos unos gallinas”. No estoy muy seguro de si ya había cumplido o no los siete años.
Son recuerdos de una época triste, de una época que hasta hace muy poco parecía superada históricamente, mas con el preocupante rumbo que hoy día están tomando los acontecimientos en España, entre otros (y de manera bastante flagrante) todo lo que atañe a la educación, no es nada descabellado imaginar que en un futuro no muy lejano recuperaremos el uso intensivo de estas escuelas unitarias rurales, llenándolas con alumnos de hasta 18 años para españolizar (sic ministro Wert) a los hijos de los campesinos y trabajadores asalariados, al tiempo que se les forma en álgebra elemental, lengua castellano-vieja y geografía centrípeta. Llegados a ese punto, ya sólo nos quedará rezar para que al menos los maestros posean algo más de vocación y un mínimo de formación.

domingo, 17 de marzo de 2013

152. fotohaiku nº 18









luz de poniente
que desfibrila sombras
en tu memoria

151. fotohaiku nº 17









como el hambre
la sed de saber mata
si no es saciada

lunes, 4 de marzo de 2013

150. Pobre retórica

Los políticos que tenemos actualmente en España por lo general son de un perfil tan bajo que podría sentir vergüenza ajena por ellos, de no ser porque ese perfil bajo repercute negativamente en mi economía, lo cual más bien me indigna. Se trata de un fenómeno que no entiende de colores políticos, ni de denominaciones de origen, pero es obvio que son los del partido en el poder los que más salen en la tele y los que más hablan delante de los micrófonos y por tanto también los que más expuestos están a las críticas y al bochorno. Será por eso que son tan reacios a las ruedas de prensa y a dar explicaciones en el Parlamento y prefieren grabar sus discursos leídos y emitirlos en diferido.
Con la tan arraigada cultura del pelotazo, a los partidos políticos (especialmente a los mayoritarios y que tienen más posibilidades de formar gobierno u ocupar puestos de responsabilidad) han ido arribando unos individuos (que ya son legión) movidos, no por el afán de trabajar por el pueblo (como tan vehementemente proclaman cada vez que se ven implicados en alguna trama de corrupción), sino para acumular todo el dinero que sea posible (y poder llegar a ser propietarios del yate más grande club náutico). Ese afán por entrar en política y enriquecerse rápidamente conlleva que estos tipos, tan sobrados de ambición, arrojo y desvergüenza como carentes de talento, escrúpulos y formación (y cuando digo formación, no me refiero a estudios universitarios, pues uno puede salir de la universidad tanto o más lelo de lo que ha entrado). Unas carencias que se ponen especialmente de manifiesto cuando tienen que hablar en público, y da igual que lo hagan en castellano, gallego, catalán o valenciano (no incluyo el euskera porque no lo entiendo, pero me imagino que en el País Vasco la situación no debe de ser muy distinta). Muchos de ellos ni leyendo de un papel sin levantar la vista consiguen transmitir un mensaje de manera coherente. Su lenguaje y argumentos recuerdan a las discusiones de patio de colegio durante el recreo, pues hacen gala de muy poco ingenio, un vocabulario muy pobre, conjugan mal, pronuncian peor y desentonan tanto que a veces cuesta saber si preguntan o afirman. En los debates parlamentarios repiten una y otra vez el mismo argumento que les han indicado los asesores antes de subir al estrado; como mucho, los más diestros consiguen variar uno o dos adverbios en –mente o introducir un adjetivo descalificativo de cosecha propia, logro que siempre es celebrado con una gran ovación por parte de los diputados de su grupo. En el Congreso, templo concebido para la práctica del noble arte de parlamentar, - argumentando, rebatiendo, puntualizando, razonando, concluyendo, seduciendo por medio del lenguaje -, nuestros diputados se dedican a vociferar, gemir, balbucir, carraspear, gruñir y escupir improperios, haciendo que aquello parezca más bien un espectáculo de wrestling (con unos protagonistas sobreactuando y un público que jalea las acciones de sus ídolos fingiendo creer lo que está viendo).
Mientras esto escribo, escucho por la radio parte del discurso que Antonio Banderas pronunció en Sevilla con motivo de su nombramiento como hijo predilecto de Andalucía, y escuchándolo me emociono y tengo que secarme un par de lágrimas furtivas – no sé si debido a lo bien que ha hablado este chico malagueño o por lo rematadamente mal que lo hacen quienes se enriquecen con mis impuestos.

149. Mi otro yo

Me miro en el espejo y éste me devuelve la imagen de un tipo de aspecto vulnerable y con expresión dubitativa, no me reconozco en esa imagen. Pienso que quizás sean interferencias de las personas que han estado mirándose en el espejo antes que yo e intento borrar estas interferencias apagando y encendiendo la luz. Repito la operación varias veces, pero la imagen del espejo sigue ahí. De golpe el interruptor de la luz deja de funcionar y empiezo a accionar compulsivamente la llave del interruptor. Es como en una pesadilla, la sensación de que algo malo está a punto de suceder me atenaza y ahoga, quiero gritar y no puedo. Y el tipo ese, al otro lado del cristal, no deja de mirarme sonriendo como un idiota. Era de esperar. ¡Malditos espejos redondos!

148. fotohaiku nº 16









nos gusta vernos
más cumplidos de lo que
realmente somos