Topar con esta fotografía fue como abrir la puerta de una
alacena abarrotada de cacharros, se te viene encima un alud de recuerdos que te
hace perder el equilibrio y acabas magullado en el suelo. Hacía años que no visualizaba
esa escena. Es la última imagen que guardo del instituto.
El curso 78/79, supongo que con la mejor intención del
mundo (o no, pero eso ya no tiene importancia), metieron en un mismo grupo (el grupo
B de 2º de BUP) a todos los repetidores y a los más indisciplinados de los
distintos grupos de primero. Y sólo a chicos. Imagino que lo hicieron para tenernos controlados
y que de ese modo no contaminásemos a los estudiantes buenos y aplicados.
Resultó ser una especie de correccional, sólo que con libertad para entrar y
salir a nuestro antojo. Las apariciones del Jefe de Estudios en al aula eran frecuentes,
un señor del que, a pesar de las sonoras reprimendas que nos soltaba, guardo muy
buen recuerdo. En las aulas y por los pasillos tenía una presencia que imponía,
era alto y corpulento y de mirada severa, pero en el trato individual era muy
cercano, afable y comprensivo. En su despacho, al que fui requerido en más de
una ocasión, así lo pude comprobar. Avelino Abuín de Tembra se llamaba. Estoy
convencido de que la idea de crear aquel grupo no fue suya. A muchos de los
profesores, y sobre todo profesoras, que les tocó impartirnos clase, aquel curso
se les tuvo que hacer largo, muy largo. Las amenazas con medidas disciplinarias
y expulsiones eran constantes, aunque nunca llegaron a ejecutarse. Incluso se
nos llegó a amenazar con denunciarnos por haberle provocado con nuestras
gamberradas un aborto a una profesora.
También guardo buenos recuerdos, de las obras de
teatro que montamos, pues en aquel aula había mucho ingenio, que se usaba, entre
otros, para copiar en los exámenes. Para no tener que estudiar, pero también
por puro vicio, por amor al arte. Recuerdo que en un examen de literatura disfrazamos
de fórmulas físicas los nombres de autores, títulos de obras, fechas en la
pizarra. Creo que ese parcial lo aprobamos casi todos. De un modo u otro le buscábamos el lado
divertido y creativo a la indisciplina y al inconformismo. Una indisciplina y un inconformismo que muchos traíamos de
serie, de casa.
Pero el peor daño que nos hizo aquel confinamiento fue que
nosotros mismos acabamos creyendo que no servíamos para nada y un buen número abandonamos
el instituto aquel año sin tan siquiera presentarnos a los exámenes finales.
Como despedida, el último día pusimos el aula patas arriba y apilamos mesas y
sillas en medio del aula como una pira. Y suerte que a ninguno de los que
estábamos allí se le ocurrió decir esa frase macarra tan española: ¡no hay
cojones! porque de lo contrario los cinco hubiésemos desenfundado nuestros Zippos como
pirómanos consumados.
Pero la vida da muchas vueltas y va llevando a cada uno
por su derrotero. Yo no estoy para nada descontento con el que he seguido, pero
no fue un camino de rosas (como la mayoría de los caminos, supongo). Hoy me doy
cuenta de que una biografía académica no depende tanto de leyes orgánicas,
sistemas pedagógicos y jefaturas de estudios, sino de tener la suerte de toparse
con un profesor que sepa ver lo que hay de aprovechable en un alumno, le
oriente, le inocule ganas de aprender, de ser honesto consigo mismo y con los
demás y alimente un poco su autoestima. En ese aspecto, unos años más tarde, sí
que tuve esa suerte. Quiero aprovechar esta entrada para agradecérselo una vez
más. Muchas gracias Tomás (del Campo Abón), de corazón.
Al comparar ahora recuerdo y foto pienso que a lo mejor aquel
acto de rebeldía fue mi primera obra artística. Siempre lo pensé, tenía que
haber estudiado Bellas Artes. Pero tampoco de eso me arrepiento. Dicho lo cual,
y con el conocimiento que me dan los años, sólo me queda resaltar lo bien que
duelen ciertos recuerdos con una copita de Cantamuda en la mano.
(a Peter Bichsel)
(fotografía: Rafaela Gómez-Casero)