lunes, 23 de noviembre de 2020

451. Bouquet Baudelaire

Hacía tiempo que no compraba un ramo de rosas. No fue por falta de ganas, pero últimamente las flores que tengo que comprar son siempre para llevar al cementerio. Mas un día me surgió la oportunidad de felicitar a una buena amiga por su cumpleaños y decidí hacerlo con un ramo de flores. Siete rosas, un número impar como manda la tradición. La florista, una señora de pelo canoso, mirada huidiza y bien entrada en los sesenta me preparó con mucho mimo y oficio un ramo precioso, con su toque verde, no mucho, todo envuelto en un celofán muy lucido y su lazo a juego. Lo posó sobre el mostrador y yo ya me disponía a entregarle la tarjeta de crédito para que me cobrase, pero ella hizo caso omiso de la tarjeta y le dio un último retoque al ramo. Le adhirió con cinta adhesiva un pequeño sobre rectangular de un color muy llamativo, malva, fucsia o algo parecido. La forma y el tamaño del sobrecito, así como mi fantasía me ofuscaron y pensé que se trataba de un preservativo. - Qué gesto más entrañable, pensé, y se lo comenté a la dependienta. - Qué detalle, muchas gracias, pero no es necesario, ella usa DIU, le dije. La señora me miró con cara de pocos amigos y de una forma muy seca y un tono de voz un tanto lúgrube me respondió: - Son unos polvitos para echar en el agua, para que las rosas duren más. Rompiendo con su comentario todo el encanto del momento. Gracias a la mascarilla pude ocultar un poco mi risa boba, me disculpé lo mejor que pude, pagué y salí de allí cagando leches. Una vez en la calle observé el sobrecito con detenimiento y, efectivamente, no era un preservativo. El caso fue que, bien por una suerte de mal fario o maldición, bien porque los polvitos estaban caducados, las rosas se marchitaron muy pronto. Pero esa ya es otra historia.

 

(fotografía: Lila Díaz)

martes, 17 de noviembre de 2020

450. Aula Magna

Topar con esta fotografía fue como abrir la puerta de una alacena abarrotada de cacharros, se te viene encima un alud de recuerdos que te hace perder el equilibrio y acabas magullado en el suelo. Hacía años que no visualizaba esa escena. Es la última imagen que guardo del instituto.

El curso 78/79, supongo que con la mejor intención del mundo (o no, pero eso ya no tiene importancia), metieron en un mismo grupo (el grupo B de 2º de BUP) a todos los repetidores y a los más indisciplinados de los distintos grupos de primero. Y sólo a chicos. Imagino que lo hicieron para tenernos controlados y que de ese modo no contaminásemos a los estudiantes buenos y aplicados. Resultó ser una especie de correccional, sólo que con libertad para entrar y salir a nuestro antojo. Las apariciones del Jefe de Estudios en al aula eran frecuentes, un señor del que, a pesar de las sonoras reprimendas que nos soltaba, guardo muy buen recuerdo. En las aulas y por los pasillos tenía una presencia que imponía, era alto y corpulento y de mirada severa, pero en el trato individual era muy cercano, afable y comprensivo. En su despacho, al que fui requerido en más de una ocasión, así lo pude comprobar. Avelino Abuín de Tembra se llamaba. Estoy convencido de que la idea de crear aquel grupo no fue suya. A muchos de los profesores, y sobre todo profesoras, que les tocó impartirnos clase, aquel curso se les tuvo que hacer largo, muy largo. Las amenazas con medidas disciplinarias y expulsiones eran constantes, aunque nunca llegaron a ejecutarse. Incluso se nos llegó a amenazar con denunciarnos por haberle provocado con nuestras gamberradas un aborto a una profesora.

También guardo buenos recuerdos, de las obras de teatro que montamos, pues en aquel aula había mucho ingenio, que se usaba, entre otros, para copiar en los exámenes. Para no tener que estudiar, pero también por puro vicio, por amor al arte. Recuerdo que en un examen de literatura disfrazamos de fórmulas físicas los nombres de autores, títulos de obras, fechas en la pizarra. Creo que ese parcial lo aprobamos casi todos. De un modo u otro le buscábamos el lado divertido y creativo a la indisciplina y al inconformismo. Una indisciplina y un inconformismo que muchos traíamos de serie, de casa.

Pero el peor daño que nos hizo aquel confinamiento fue que nosotros mismos acabamos creyendo que no servíamos para nada y un buen número abandonamos el instituto aquel año sin tan siquiera presentarnos a los exámenes finales. Como despedida, el último día pusimos el aula patas arriba y apilamos mesas y sillas en medio del aula como una pira. Y suerte que a ninguno de los que estábamos allí se le ocurrió decir esa frase macarra tan española: ¡no hay cojones! porque de lo contrario los cinco hubiésemos desenfundado nuestros Zippos como pirómanos consumados.

Pero la vida da muchas vueltas y va llevando a cada uno por su derrotero. Yo no estoy para nada descontento con el que he seguido, pero no fue un camino de rosas (como la mayoría de los caminos, supongo). Hoy me doy cuenta de que una biografía académica no depende tanto de leyes orgánicas, sistemas pedagógicos y jefaturas de estudios, sino de tener la suerte de toparse con un profesor que sepa ver lo que hay de aprovechable en un alumno, le oriente, le inocule ganas de aprender, de ser honesto consigo mismo y con los demás y alimente un poco su autoestima. En ese aspecto, unos años más tarde, sí que tuve esa suerte. Quiero aprovechar esta entrada para agradecérselo una vez más. Muchas gracias Tomás (del Campo Abón), de corazón.

Al comparar ahora recuerdo y foto pienso que a lo mejor aquel acto de rebeldía fue mi primera obra artística. Siempre lo pensé, tenía que haber estudiado Bellas Artes. Pero tampoco de eso me arrepiento. Dicho lo cual, y con el conocimiento que me dan los años, sólo me queda resaltar lo bien que duelen ciertos recuerdos con una copita de Cantamuda en la mano.

(a Peter Bichsel) 

 

(fotografía: Rafaela Gómez-Casero)

viernes, 6 de noviembre de 2020

449. Wahlverwandtschaften

Esta imagen, por la forma (los colores, la luz, el árbol, el fruto) tiene unas connotaciones muy mediterráneas. En cambio, por el fondo las evocaciones son mucho más septentrionales. A un servidor le evoca el refrán “der Apfel fällt nicht weit vom Stamm”, lo que equivale a nuestro “de tal palo, tal astilla”, o también la novela de Wolfgang Goethe, Die Wahlverwandtschaften (Las afinidades electivas). Una novela que usa como título un principio científico químico y que el autor aplica en esta obra como metáfora de las relaciones amorosas. En 1718, el francés Étienne-François de Geoffroy afirmaba que había unas leyes y unos grados de preferencia para que cuando se mezclaban varias sustancias había algunas que tenían una clara preferencia a unirse con otras concretas. Pero también destacaba que si aparecía una tercera que tenía aún más preferencia por una de las dos, la sustancia se rompería y se formaría otra nueva y distinta. A este principio se le dio en llamar afinidad electiva. En el caso de esta fotografía el tercer elemento (en discordia) es el fotógrafo, quien con su mirada establece una relación nueva entre el árbol y su fruto. Nada más entrar en acción con su cámara, la relación entre los dos elementos muta, se establece una tensión nueva, una rivalidad, un cambio en el equilibrio de fuerzas que antes de disparar la foto en esta escena no existía. Es la simple mirada del fotógrafo, y por extensión la del observador de la fotografía, quien crea una singular afinidad (electiva) entre los elementos que caen dentro del foco de la cámara. Esto explica que con frecuencia (o casi siempre) uno ve en una fotografía, no lo que está a la vista, sino lo que intuye.

 

(Foto: Fuco Reyes)

domingo, 1 de noviembre de 2020

448. Mencía

Ese amigo mío del que ya he hablado en varias ocasiones en este blog se ha ido. El pasado martes me llamó a las tres de la madrugada para decirme que se encontraba mal, decía que se le había clavado la espina de una lubina salvaje en el corazón y que tenía mucho dolor. - Cómo vas a tener una espina de lubina clavada en el corazón, eso es absurdo, le dije. Pero por su tono de voz intuí que algo raro estaba pasando y salí pitando para su casa. Me abrió la puerta y él seguía diciendo cosas sin mucho sentido, que se le había volatilizado el queso, que los espejos se habían estropeado, que estaba secándose las lágrimas con vino. Ese tipo de perlas retóricas son algo muy habitual en él, pero ahora era distinto, su estado era lamentable. Llamé una ambulancia y en cuarenta minutos estábamos en urgencias. Pasamos enseguida y yo me senté en una sala de espera.

Me imaginaba que se trataría de una simple cogorza. Pero cuando a la media hora vi acercarse al médico supe que algo iba mal. - Lo siento, entró en parada cardiorrespiratoria y no pudimos hacer nada por él. La noticia me sentó como una patada en la boca del estómago. - Es usted familiar suyo? - No, pero como si lo fuera. Él no tiene hermanos y sus padres se murieron por covid el pasado mes de marzo. Ya me encargo yo de avisar a la funeraria y de todo el papeleo. - Si deja sus datos en esa ventanilla, - añadió el médico-, puede recoger sus pertenencias.

Con una sensación de incredulidad absoluta, en estado de shock, como quien está viviendo una pesadilla, recogí sus cosas, me dirigí al aparcamiento y subí al coche. Antes de arrancar miré lo que había dentro de la bolsa. Su billetera, una navaja pequeñita, un blíster de tranxilium, una ficha de dominó (el 3:4) y unas hojas dobladas. Una era la factura de un restaurante (crema de cangrejo, lubina al horno, ración de brazo de gjtano, vino, manzanilla y café cortado). La factura tenía una anotación a mano, la caligrafía era inconfundible, con las eses escritas del revés, era de mi amigo: “espero que te sirva para desgravar en la próxima declaración (de amor)”. El otro papel era una hoja arrancada de la revista dominical de El País, se trataba de un reportaje sobre los vinos del Bierzo y tenía subrayada una parte del texto que enumeraba las características de la uva mencía, “Divertida. Sensible. Cabrona. Elegante. Delicada. Desconocida. Fácil y difícil. Diversa. Fragante. Versátil. Mágica. Transparente. Fresca. Exigente. Profunda. Díscola. Mística. Caprichosa, Excepcional. Compleja. Alegre”. No entendía nada, como de costumbre. Siempre me costó entenderlo, como a todos los genios. 

Sus manías, ocurrencias, paranoias, anécdotas me proporcionaron mucho material para este blog. Creo que ya es hora de decirlo. Me había propuesto dar por concluida esta página al llegar a las quinientas entradas, me faltan cincuenta y dos, y ahora no sé cómo voy a lograrlo sin la inspiración de mi amigo. Pero tengo que conseguirlo, como sea. Se lo debo. Que la tierra te sea leve, hermano.