jueves, 30 de abril de 2020

429. Senescencia


En otro tiempo, por este sendero arbolado solía pasear un prestigioso biólogo. Un profesor de trato afable, algo introvertido y puntual como un reloj. Salía de su casa a las tres y media en punto, con su sombreo, su bastón de madera de sauce y su pipa de marfil, que un viejo amigo le había traído de un viaje a las colonias. Caminaba durante una hora exacta, en un paseo hasta un viejo tejo que había en la campiña cerca de un estanque y protegido de los vientos del norte por un pequeño otero. Allí permanecía cinco minutos contemplando el paisaje, acariciaba la corteza del viejo tejo y con su paso lento y relajado volvía por el mismo camino. Antes de entrar en casa, sacaba su reloj de bolsillo y comprobaba que el paseo había durado justo una hora, ni un minuto más, ni uno menos. Había publicado muchos libros y de él se decía en el pueblo que lo sabía todo sobre los árboles. Las hayas que flanquean el sendero le tenían también un tremendo respeto al viejo profesor, verdadera devoción. Cuando escuchaban que se acercaba, por el ruido cadencioso de sus pasos, semejaba que se estiraban, que se ponían firmes como soldados rindiendo honores militares. A las hayas les encantaba el olor dulce del tabaco que fumaba el viejo profesor y también, y sobre todo, escuchar sus pensamientos. Más, desde que supieron que el experto biólogo llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea de la inmortalidad de los árboles. Tenía la teoría de que algunos árboles, como el tejo, carecían de un programa genético de senescencia y eran potencialmente inmortales. Esta teoría desató una ola de euforia y entusiasmo entre las hayas y todas empezaron a soñar con la posibilidad de vivir también ellas eternamente. Confiaban en que el viejo profesor daría un día con la fórmula de la eterna juventud para todos los árboles. Cada vez que percibían en los pensamientos del científico una palabra nueva que no entendían, como metilación o desmetilación, daban por sentado que las investigaciones avanzaban e iban por buen camino. Decían los más viejos del lugar que el sendero arbolado nunca había lucido tan hermoso como aquella primavera en que, sin nadie saberlo, las hayas empezaron a soñar con la inmortalidad. Mas un día, a principios de otoño, el viejo profesor no acudió a su habitual paseo. Al otro día, tampoco, ni al otro. Pasaron varias semanas hasta que los árboles se enteraron, por los tristes pensamientos de un pastor de la zona, que el viejo había dejado este mundo víctima de unas fiebres. La noticia cayó como una tormenta de mil rayos sobre las hayas. Fue tremendo el dolor y la angustia que les produjo perder a la persona que les había dado tantas esperanzas, que les había hecho creer en la posibilidad, por muy remota que ésta fuese, de poder vivir para siempre. Un dolor y una angustia que aún a día de hoy son visibles en el desgarrador estremecimiento que muestran sus ramas. Incluso hay quien afirma escuchar gemidos sordos bajo sus ramas y ver caer desde las hojas más sombrías lágrimas gordas y espesas como gotas de resina.

(Fotografía: Juan Rodríguez Pazos)

miércoles, 29 de abril de 2020

428. Desescalada


Hoy el gobierno de España ha presentado el plan de desescalada para abandonar de forma gradual el estado de confinamiento al que estamos sometidos desde hace más de cuarenta días. Todo lo que suene a fin de confinamiento es motivo de alegría para cualquier ciudadano de este país y tengo que reconocer que nada más escuchar la primera noticia se me disparó el optimismo. Por fin, parece que empieza a verse una luz muy clara al final de túnel. Pero en cuanto se intentan entender los pormenores, el plan presentado es tan confuso que uno ya no lo ve tan claro .

sábado, 25 de abril de 2020

427. Iconos


Esta fotografía posee un gran poder evocador y se presta a tantas lecturas e interpretaciones como observadores la contemplen. A un cardenal vanidoso quizás le sugiera una fantasía fashion; a un amante del arte postmodernísimo, una creación de Damien Hirst, una versión Swarovski de una mora o un cálculo biliar; quien esté siguiendo una dieta hipocalórica, tal vez vea un bombón de Ferrero Rocher; y estos días también habrá quien interprete la imagen como un coronavirus en una fiesta de disfraces; y a saber qué más. A mí esta imagen, en cambio, me trae a la memoria un clásico del cine americano, una película que posee posiblemente uno de los mejores arranques de la historia del cine, además de una banda sonora que se le mete a uno bajo la piel para toda la vida.
Nueva York es una ciudad con la que, quien más quien menos, tiene vínculos afectivos. Bien por amigos o familiares que viven o han vivido allí, por novelas cuya historia transcurre allí, por películas o por miles de fotografías que todos estamos cansados de ver. Mis vínculos emocionales con Nueva York (ciudad que nunca he pisado, dicho sea de paso) son varios y uno de ellos, posiblemente el más fuerte (de momento), es Breakfast at Tiffany’s. Las piedras engarzadas en este anillo contienen toda la belleza, todo el encanto y todo el glamour de Audrey Hepburn dando vida al personaje de Holly Golightly. La historia que nos cuenta esta película, una versión edulcorada de la novela de Truman Capote, es una historia romántica de una honestidad como hay muy pocas en su género. Además, como apasionado de la fotografía, tengo que decir que algunos planos de Audrey Hepburn en este filme forman parte de los iconos fotográficos del siglo XX, a la altura de los de Marilyn Monroe, Charles Chaplin o el Che. Me consta que el autor de la fotografía de esta entrada ha estado en la famosa joyería del 727 de la 5ª avenida y que ha visto Breakfast at Tiffany’s en más de una ocasión. Los tonos de las piedras de este anillo coinciden con los tonos de la diadema que la protagonista luce, a juego con su traje fucsia, en la escena más dramática de la película. Todo un homenaje por su parte, desconozco si consciente o inconscientemente.
Pero volviendo a un plano más personal, quizás mi costumbre de, cada vez que visito una ciudad, madrugar un día para disfrutar la ciudad para mí solo, muy probablemente provenga del arranque de esta película. Y en mi época joven también soñé con vivir un día una situación como la de la escena final. - Con lo que llueve en Galicia, malo será, - pensaba. Y una vez casi lo consigo, pero con todo lo que había bebido fui incapaz de articular dos palabras seguidas, la chica en cuestión tenía de todo menos glamour y la lluvia era, por llamarlo de alguna manera, un orballiño de esos que no sabes muy bien si te está mojando o tomando el pelo. Así de prosaica puede ser la vida, y quizás por eso resulte tan bonito y tan gratificante disfrutar películas como Breakfast at Tiffany’s o, en su defecto, fotografías que nos las evoquen.

(Fotografía: Mino Andrade)