El que acaba de terminar, el segundo año de pandemia, en
términos generales ha sido un año horrible. Hay millones de personas sufriendo
en el mundo: una galopante crisis económica que enriquece
a unos pocos a costa de machacar a los más desfavorecidos; las democracias parece
que se derrumban; el cambio climático se manifiesta con olas de calor y de frío cada vez más virulentas; las hambrunas, que nunca faltan, ni los desplazamientos de
refugiados, que son usados como moneda de cambio en el tablero político internacional;
los movimientos de tropas a lo largo de distintas fronteras del planeta son
para echarse a temblar; y el fanatismo y papanatismo se extiende por todas
partes a la misma o incluso mayor velocidad que el virus del Covid. Sin ánimo
de querer ser agorero, la cosa no está para tirar cohetes (excepto en Corea del
Norte).
A nivel personal, en cambio, y no sin un cierto
remordimiento de conciencia por todo lo que está pasando en el mundo, tengo que reconocer que el 2021 ha sido un gran año,
especial. Un año en el que entré muy sereno y del que salí, por hacer un símil taurino,
con alguna cornada, pero por mi propio pie y la cabeza bien alta. En medio hubo encuentros,
reencuentros y desencuentros; momentos entrañables, irrepetibles, inolvidables.
Emocionalmente este año fue como un viaje en montaña rusa: he recibido y dado
más abrazos que nunca, he sufrido y disfrutado como nunca. En eso consiste,
creo, en definitiva la vida, en disfrutar y sufrir, procurando no hacer ni que
te hagan mucho daño. He recuperado viejas ilusiones y entusiasmos, he crecido un
poquito como persona (o eso creo) y me he enfrentado, con mayor o menor éxito, a
nuevos retos. He ampliado mi cuaderno de campo con grandes enseñanzas. “Nunca
le des la espalada al mar”, “ningún mar en calma hizo experto a un marinero”
son dos de tantas reflexiones que he podido ir anotando (¡cuánta sabiduría puede contener una voz marinera!). En fin, que miro atrás y me siento orgulloso de todo lo que vi
en los lugares que visité, de todo lo que disfruté, de todo lo que aprendí,
incluso (si cabe, de lo que más) de todo lo que sufrí. Recordé y eché mucho en falta a personas
queridas que ya no están, pero al tiempo que las eché en falta me sentí arropado
por ellas. Mi madre, de modo especial y alguna otra persona, entre las que está ese
gran amigo, casi hermano, que tan bien me comprendía y me servía de referente. Una
persona que ponía su corazón en todo lo que hacía y no pocas veces perdía por
ello la cabeza. Era empático, estupendo, romántico, defensor de causas perdidas, ingenioso, ocurrente, auténtico, también inseguro y vulnerable, un buen
cliente de psicoanalista (aunque mal
paciente). La frase “un paciente es un cliente enfermo” es suya, por lo menos
fue a él a quién primero se la he oído decir. Recuerdo que una vez le eché en cara esa inclinación suya a perder la cabeza, sobre todo por alguna mujer. “No me
importa perder la cabeza”, fue su respuesta, “total, para lo que me sirve”.
Al recién estrenado 2022, en una especie de pequeño homenaje a él y a mi madre, sólo le pido dos cosas: no
perder la cabeza, ni en su sentido metafórico, ni en su sentido literal. Léase, que
la salud (tanto física como mental), por un lado, y la situación política
mundial, por otro, me (nos) permitan seguir soñando y haciendo cosas.
PD: cuando estaba
subiendo la foto que acompaña a esta entrada al blog, una voz muy conocida y
querida, apenas audible, me susurró al oído: “¡hostia, qué bien le sienta ese
cuerpo a ese biquini!”. Me giré, pero ya no estaba.