sábado, 23 de mayo de 2020
lunes, 18 de mayo de 2020
432. Distancia perfecta
Esta fotografía
fue tomada con un teléfono móvil, sin grandes alardes técnicos, pero sí con una
gran sensibilidad por esas cosas bellas que nos rodean en esta interminable
primavera. Es una imagen que procede de un jardín encantado, casi se podría
decir que del mismísimo edén. Está tomada, además, desde una distancia precisa,
justa, ni un milímetro de más, ni uno de menos; es la distancia perfecta. Se
trata de una imagen hermosa, sugerente, evocadora; capaz de transmitir, además
de belleza, texturas, olores, sabores. Tiene, a mi entender, hoy que tanto se
habla de terapias alternativas, - cromoterapia, aromaterapia y otras -, un gran
valor terapéutico. Se la podría usar incluso en un test de Rorschach. Si mi
psicoterapeuta ahora mismo me pusiese sobre la mesa esta imagen, seguramente le
pediría que anulase las siguientes tres citas, pues necesitaría varias horas
para hablar de todo lo que veo, todo lo que me recuerda y me evoca esta imagen.
Estoy casi seguro que sería capaz de precisar cuándos, dóndes, cómos, porques y
por qués. Y es que ya lo decía Robert Capa: «Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas
suficientemente cerca». Capa era reportero de guerra y se refería a otro
tipo de instantáneas, pero su máxima se puede aplicar a otros tipos de fotografía.
Y es que en muchos casos la sensibilidad de un/a buen/a fotógrafo/a se constata
precisamente en la distancia emocional que toma con respecto al objeto fotografiado.
(Fotografía: Maricarmen Pardiñas Añón)
miércoles, 13 de mayo de 2020
431. La modista
Cada vez que volvíamos de hacer la compra del súper pasábamos
por delante de este mural. Un día me preguntó por qué esa chica estaba tan triste
y yo me vi obligado a inventarme una historia, de esas que le gustaban a ella.
La tele nunca le gustó; las películas, menos; alguna serie de humor sí veía,
pero ponía más atención en la calceta o en el ganchillo que en la pantalla del
televisor. Lo que siempre le había gustado era escuchar historias reales. Tenía
una gran facilidad para empatizar con los personajes. Le conté que era una
chica que trabajaba de modista en un taller de costura a la que su novio había abandonado
para irse a hacer las Américas. Que él le había propuesto matrimonio y llevarla
con él, pero que ella era la única mujer de cinco hermanos y, a pesar de estar
muy enamorada, no había querido dejar a sus padres solos. Que quién los iba a cuidar cuando
fuesen mayores. Se quedó un rato mirando el mural y sólo supo decir: “Pobriña, vaya por Dios”. Continuamos hacia casa, pero pareció quedar afectada, pues antes de doblar la esquina del
edificio aún se volvió para mirar de nuevo a la modista triste.
La siguiente vez que pasamos por allí, volvió a quedarse parada
mirando al mural. - Ahí sigue, la pobre. Se pasa el día llorando, - le dije. Me
preguntó por qué lloraba y volví a contarle la historia del novio que la había
abandonado para emigrar al Uruguay. Me preguntó si no tenía otros pretendientes
y le dije que claro que sí, pues era una chica muy guapa, simpática y alegre.
Pero que como últimamente estaba tan triste y se pasaba todo el día llorando,
casi todos habían dejado de cortejarla. “Pobriña,
vaya por Dios”, - repitió. Pero esta vez añadió que tenía que olvidar al
otro y buscarse un marido, que si no se iba a quedar sola y eso sí que era triste.
Como me pareció que le afectaba bastante la historia, las
siguientes veces intenté cambiar el relato. Unas veces le decía que la modista tenía
una jefa muy severa que la hacía trabajar como una esclava y que hasta que
terminase de coser esa colcha, a pesar de estar muy cansada, no se podía ir a casa. Otra vez le conté que la modista era una chica muy fantasiosa, que se pasaba
las noches leyendo novelas de Corín Tellado y después en el trabajo se quedaba
dormida. Otro día le conté que su papá había enfermado del pulmón y que ella estaba
muy preocupada por su salud. En otra ocasión, que uno de sus hermanos había
muerto en un accidente en la mina. Pero daba igual lo que le contase, sus
primeras palabras eran siempre las mismas: “Pobriña,
vaya por Dios”. Nunca encontré la manera de encontrarle un final feliz a la
historia. Pero casi estoy convencido que de haberlo encontrado su respuesta
hubiese sido la misma.
Hará ya unos dos años que mi madre y yo no volvimos a pasar al lado de ese mural. Y yo ahora paso muy de vez en cuando, pero cuando lo hago,
en mi memoria se repite siempre la misma frase, “Pobriña, vaya por Dios”.
sábado, 2 de mayo de 2020
430. El espejo del alma
Se suele decir que la mayor amenaza de un tiburón está en su
dentadura, pero en esta foto los dientes del escualo inspiran menos miedo que
los dientes de leche de un niño. El elemento más siniestro de esta imagen está
en la mirada. Ya lo dice la sabiduría popular: los ojos son el espejo del alma.
Un dicho al que mi abuelo recurría con cierta frecuencia cuando daba consejos
de abuelo a sus nietos adolescentes.
Él había recorrido mucho mundo y en todas partes se cruzó con
muchas miradas, amables unas y sinceras otras. Pero también siniestras, y
muchas: en los campos de caña en Cuba; durante la guerra del Rif; antes, durante
y después la Guerra Civil española o durante las sesiones de exorcismo que se
practicaban en la iglesia de la que él fue sacristán durante muchos años. Siempre
decía que había que mirar a los ojos a las personas. A las amigas, pero sobre
todo a las que no lo eran, pues en los ojos de las personas se podía adivinar
si sus intenciones eran buenas o malas. Era una delicia escucharle, pues era un
gran contador de historias. A falta de tele en aquel entonces, por las noches
solía contarnos cuentos de Las 1001 una
noches, el único libro que leyó en sus 95 años de vida, y también historias
de sus propios viajes. Tenía una manera muy didáctica de narrar y siempre cerraba
sus relatos con una moraleja. Y era también una gran orador. En aquel entonces, entre las funciones de un
sacristán, estaba la de pregonero. Al terminar la misa de domingo todos los
parroquianos se quedaban un rato en el atrio para escuchar los avisos y comunicados
de todo tipo que mi abuelo recitaba en voz alta. Es muy conocido un anuncio que
hizo con ocasión del hurto de una hoz que un vecino había cometido. A la
víctima le daba un poco de reparo entrar en conflicto con el vecino, pues sabía
quién había sido, pero también le daba rabia perder su herramienta de trabajo. Un
dilema que puso discretamente en manos de mi abuelo. Ese mismo domingo el último
comunicado sonó tal que así: “Aquella
persona que haya encontrado una hoz antes de que su dueño la perdiese, que tenga
a bien depositarla en la sacristía el próximo domingo”. Al domingo
siguiente la hoz apareció en la sacristía y allí paz y después gloria.
Uno de los consejos que
mejor recuerdo fue el que me dio en una ocasión, tendría yo doce o trece años,
en que había tenido una pelea con un compañero del colegio. “Nunca te metas en líos, - me dijo, muy
serio y muy solemne, pero si ves que no
puedes evitarlos, procura dar tú primero, que es lo que llevas ganado. Y si
algún día te amenazan con una navaja, nunca le mires a la mano, mírale siempre
a los ojos”. Afortunadamente nunca me vi en esa tesitura, y espero no verme
nunca, pero me quedé con el consejo, ya que es aplicable a muchos ámbitos de la
vida, pues las amenazas que nos acechan no siempre son en forma de arma blanca.
La imagen de este tiburón de juguete me parece fascinante por dos razones: por un lado, porque me trae recuerdos de una persona muy especial y, por otro lado,
porque bien sea mérito del fabricante del juguete, bien de la autora de la foto,
le encuentro un gran valor didáctico y pedagógico a la imagen. Tanto o más que a
un consejo de abuelo.(Fotografía: Belén Castro Fernández)
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