A mí me gusta el fútbol. Lo practiqué de chaval y guardo
gratos recuerdos de aquella época en que gracias a los desplazamientos en un
minibús desvencijado empecé a ampliar mis horizontes por la coruñesa Costa da
Morte. Tengo que confesar que se me daba bastante mal. Menos de portero jugué
en casi todos los puestos posibles, señal inequívoca de que no servía para
ninguno. Pero aun así lo practiqué con desaforado entusiasmo. Más tarde, ya de
adulto (o no tanto) lo pude disfrutar como espectador durante los años dorados
del Superdepor, primero, y del tiquitaca
de la selección nacional y del Barcelona, después. Pero en los últimos tiempos el
fútbol ha ido perdiendo su componente épico y romántico. Ahora todo es un
negocio obsceno. Hay partidos a todas horas, casas de apuestas en cada esquina,
los clubes no repiten equipo dos años seguidos, el diseño de las camisetas
cambia cada temporada y los jugadores, salvo raras excepciones, se creen dioses.
La copa del mundo, no obstante, aún conserva reminiscencias del pasado y cada
partido, sobre todo a partir de octavos de final, puede alcanzar considerables cotas
de dramatismo, generando grandes dosis de euforia en los vencedores y
frustración en los perdedores. Pero tan emocionante como el ambiente apasionando,
colorido y estrafalario tras un gol impresionante de Messi (por poner un
ejemplo) es, una vez concluida la competición, el reparador silencio que sigue
a tanto ruido mediático y acústico.
jueves, 28 de junio de 2018
martes, 12 de junio de 2018
357. Expos clandestinas
El pasado fin de semana durante una visita al MUSAC (Museo
de Arte Contemporáneo de Castilla y León) me topé con un grupo de cuatro fotógrafos
aficionados, dos chicas y dos chicos, que se dedican, entre otras cosas, a
hacer exposiciones furtivas en museos de arte contemporáneo. Expos clandestinas,
lo llaman. Llegan al museo, se dan una vuelta por las salas, para localizar
un lugar óptimo donde colocar sus cuatro fotografías (una de cada fotógrafo), tamaño
9x13 más o menos, y luego las dejan durante una media hora a la vista de los
visitantes. Me
interesé por su actividad y me explicaron que se trata siempre de exposiciones minimalistas, por el
tamaño y el número de las fotos, así como por la duración de la exposiciones. Que lo que persiguen con sus intervenciones es dar visibilidad a
su trabajo, reivindicarse frente al establishment, profanando y (por qué no) fecundando los espacios culturales oficiales. Pero también, y sobre todo, pretenden divertirse y pasarlo bien. El argumento más
convincente que arguyeron fue en respuesta a mi reparo de si no temían que sus
trabajos en algún momento no estuviesen a la altura del lugar en que exponían, a lo que una de
las fotógrafas repuso categórica - pues, no, eso es como si tú no vas a una
playa nudista porque tienes la pilila pequeña.
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