miércoles, 26 de mayo de 2021

463. Modos y maneras

El subjuntivo es un modo verbal que da mucho juego. Es, a mi modo de ver y sentir, el más subjetivo (feliz coincidencia, que no relación, etimológica) de los modos verbales. Y como tal ofrece unas posibilidades expresivas que en determinadas circunstancias el indicativo o el imperativo no alcanzan, y mucho menos el condicional. Es cierto que este modo ofrece un valor temporal muy impreciso y su uso está condicionado por el contexto. Pero precisamente por eso, por el contexto, que se ignora en demasiadas ocasiones, y por no tenerlo en cuenta surgen con tanta frecuencia los malos entendidos. El modo subjuntivo permite expresar, entre otros, una duda razonable: no creo que estés contándome toda la verdad; una emoción, negativa: no me gusta que me mires así, o positiva: me encanta que me digas eso; una alegría: qué bien que hayas venido. Permite pedir algo sin caer en un imperativo autoritario: no me sueltes nunca; expresar una incerteza: quizás tengas razón; un deseo, bueno: ojalá te vaya bonito, pero también malo: mala chispa te coma. Permite hacer una proclama, cierta o no, de dignidad y de amor propio: me importa un carajo lo que digan; un lamento: ay, si te hubiese escuchado ... Pero independientemente de que se opte por un modo verbal u otro, se empleen los sustantivos más o menos apropiados y precisos, se usen más o menos adjetivos (estos, al igual que algunos adverbios categóricos, como nunca o siempre, suelen estorbar más que ayudar), lo primordial para comunicarse hablando es que haya (una vez más el subjuntivo) voluntad de entendimiento. Y aquí ya no llega con la lengua, sino que hay que tirar de tripas y corazón.


jueves, 20 de mayo de 2021

462. Bosque interior

En Loiba (Ortigueira, A Coruña) hay un banco en un acantilado ante el que se abre un mar tan inmenso e imponente, el Cantábrico, que parece abarcar el mundo entero. Alguien dijo un día que ese banco tenía las mejores vistas del mundo y por eso se ha convertido en un lugar de peregrinación para turistas, senderistas y domingueros. Sin entrar a valorar si esa aseveración es cierta o no (eso depende de gustos y sensibilidades), puedo afirmar, con argumentos igual de subjetivos, que en Paderne (Folgoso del Caurel, Lugo) se encuentra el banco con las mejores vistas interiores del mundo. El Caurel es como un pequeño Tibet gallego. Es un lugar en donde las distancias y el discurrir del tiempo son distintos, tienen un ritmo propio, más pausado. Los bosques son autóctonos, sin pinos ni eucaliptos; los senderos, de cuento; las pequeñas aldeas parece que siempre han estado ahí y en esta comarca boscosa uno se siente abrazado y acunado por la Madre Naturaleza. Tanto es así que a esta zona se accede por una carretera estrecha y sinuosa como un cordón umbilical. Sentado en el banco de Paderne es imposible no emocionarse con esa sinfonía de verdes que se extiende como un lienzo hiperrealista por toda la ladera del monte; o con el murmullo de un arroyo; con los sonidos del aire al deslizarse entre las copas de los árboles; con el ladrido desganado de un perro a lo lejos; con el olor a pan recién horneado, a madera vieja o al humo que sale de la chimenea de una cabaña en la que se está cocinando un puchero con berzas y castañas. Uno cierra los ojos y recibe la caricia de la suave brisa en su rostro, los rayos de sol se posan en los párpados, le traspasan la epidermis y proyectan luz sobre ese bosque interior que en el día a día impide ver los árboles que lo conforman: el árbol de la autoestima, al que le han salido algunas ramas nuevas que vienen a sustituir las que se perdieron durante el duro invierno; el árbol del entusiasmo, en cuyas ramas se intuyen ya algunos brotes verdes; también los árboles de la ilusión y de la honestidad, firmes ambos como robles, prestos siempre a ofrecer abrigo cuando llueve o sombra en días de sol; el árbol de las emociones, con la corteza llena de cicatrices, algunas aún sangrando, grabadas a punta de navaja; el árbol de la sabiduría, con las ramas tan altas que resulta muy difícil de escalar … y al abrir de nuevo los ojos, uno experimenta una extraña e insólita sensación de serenidad y gratitud. 

martes, 11 de mayo de 2021

461. Espejos

A veces me miro en un espejo y algo me dice que en la parte de atrás hay una bomba a punto explotar. No la veo, pero sé que está ahí. Es una sensación muy angustiosa. Aún así, no consigo dejar de mirarme. No sabría decir si lo que me atenaza es una suerte de temeridad o un miedo paralizante. 

 

 

 (Fotografía: Ramón Yoshimura)

domingo, 2 de mayo de 2021

460. Viaje en el tiempo

Bajé la pantalla del portátil, tomé la pastilla de Orfidal, apuré la taza de cacao, hice un pis y me fui a la cama. Pasaba de la una y media. Lo sé porque en la radio hacía nada que había empezado El Faro, el programa de la SER. Me dormí enseguida. Pero como últimamente duermo muy mal no tardé en despertarme. Imaginé que, como otras veces, habrían pasado una, como mucho dos horas. Pero cual fue mi sorpresa que la radio despertador marcaba las 00:45. No le encontraba una explicación lógica, era como si hubiese viajado hacia atrás en el tiempo. Pero de ser así no recordaba absolutamente nada de ese viaje. No me asusté, ni mostré emoción especial alguna. Es más, diría que lo que sentí fue una indiferencia absoluta. Me sorprendió más mi actitud que el misterioso viaje en el tiempo. La verdad es que últimamente me siento un tanto apático, desmotivado, siento desafecto por un montón de cosas que antes me resultaban agradables y no consigo entusiasmarme con casi nada. Con esta actitud negativa comencé a darle vueltas a la idea de que muchas teorías y conjeturas, como lo puede ser el hecho de viajar en el tiempo, están sobrevaloradas y son, por tanto y valga la redundancia, una auténtica pérdida de tiempo, pues poco o nada de provecho aportan al viajero. De repente noté un pequeño vacío en el estómago y me entraron ganas de orinar. Puse un tazón de leche a calentar en el microondas. En el baño, mientras aliviaba mi vejiga bostezando y rascándome la cabeza con la mano libre, me volví y comprobé (como en el celebérrimo cuento de Augsuto Monterroso) que el dinosaurio (en este caso su cepillo de dientes) todavía estaba allí.