jueves, 4 de noviembre de 2021

475. ONG de elefantes

No me suelo prodigar mucho hablando de cine en este blog, a pesar de que me considero bastante cinéfilo. Pero hay veces que no queda otra. Anoche tuve ocasión de ver Adú, una película que cuenta en imágenes tan bellas como estremecedoras y unos diálogos que no dejan indiferente a nadie una historia que provoca un aluvión de emociones que calan hasta la médula. Es una historia dura, por momentos muy dura, pero con momentos que dejan un pequeño espacio o resquicio a la esperanza. Refleja un mundo injusto, que en cierto modo todos nosotros, en mayor o menor medida, hemos contribuido a crear. Un mundo en el que los desfavorecidos tienen que humillarse constantemente, ya no sólo por un poco de misericordia, sino también, como dijo un día un buen amigo, por unas migajas de justicia. Una historia que nos recuerda que en el fondo todos estamos solos en el mundo y que cada uno tiene que apañárselas lo mejor que puede. 

Desde un punto de vista narrativo esta película cuenta una de esas historias en la que muchos espectadores, entre los que me incluyo, se ven reflejados en más de un personaje: en el protagonista (magistralmente interpretado por Luis Tosar), un defensor de causas perdidas desencantado, pero que a pesar de su desencanto se mantiene firme en sus principios, un romántico al uso convencido de que los imposibles son los únicos objetivos por los que realmente merece la pena luchar; en la hija rebelde, una joven que busca desesperadamente su camino en la vida, lastrada por algunos traumas y sin referentes claros, que coquetea con el mundo de las drogas y que esconde sus heridas e inseguridades tras una máscara de mujer fuerte y osada; en Adú (otra actuación portentosa), cuya inocencia, ilusión y fe en la magia le permiten ir superando todos los obstáculos que la vida le va poniendo en el camino; en el altruismo de su amigo y ángel de la guarda, Massar, un ejemplo de esos vínculos emocionales inquebrantables que se establecen de vez en cuando entre dos personas en un entorno en el que lo que predomina es un egoísmo feroz y la ausencia más absoluta de escrúpulos, solidaridad y empatía. Como resumen de este viaje emocional que Adú me dio oportunidad de realizar, me quedo con la frase redentora que la hija pronuncia, ya al final de la película, en el control de aduana cuando, con un orgullo que ni ella misma se esperaba, le dice a la agente que su padre tiene una ONG de elefantes.

El elefante, por múltiples razones que aquí y ahora no viene a cuento explicar, es uno de mis animales fetiche y tengo mi casa llena de figuritas de estos paquidermos en todos los tamaños y colores, muchos de ellos adquiridos en mercadillos callejeros a inmigrantes africanos, la mayoría seguramente sin papeles. No recuerdo cuando empecé a coleccionarlos ni tampoco muy bien el por qué y siempre creí que lo que tenía en casa era una colección, pero después de haber visto esta película sé que lo que tengo en casa no es una colección sino una ONG de elefantes. Una ONG humilde y muy personal, pero ONG a fin de cuentas.

Adú es una gran película, de esas que dejan huella, que reconcilian a uno consigo mismo y le reafirman en su forma de entender la vida.