miércoles, 30 de enero de 2019
373. Renovarse o morir
En un remoto lugar de Asturias, dos mellizos que padecen
insomnio acuden a un espectáculo circense que da comienzo a las tres de la
madrugada. El mundo del circo está en franca decadencia y sus promotores
exploran nuevas vías, como lo pueden ser las sesiones after hour, para mantener el negocio a flote. Esta primera función
no tiene mucho éxito, pues a ella acuden sólo los dos hermanos, y las diez
butacas reservadas para los invitados vip permanecen vacías. Durante el número de doma de
fieras, dos leones se quedan dormidos; un payaso sin gracia, torpe e
hiperactivo moja de arriba a abajo a las dos personas del público con su
metralleta de agua; la trapecista, visiblemente airada, lamenta tener que
jugarse el pellejo para dos (sic) frikis
del carajo...
A la misma hora y no muy lejos de allí, los cuatro miembros
de un colectivo fotográfico, están reunidos en un céntrico hotel para ultimar
los detalles de su próxima exposición clandestina. Con la inspiración que les
proporcionan sus respectivos gin-tónics discuten y perfilan, además, conceptos
estéticos como el de telonero en un contexto de exposiciones fotográficas
o la idea del conceptualismo descreído. Sabido es que en sus intervenciones expositivas, este
colectivo no deja nada, pero absolutamente nada, al azar. Pero lo que no saben
todavía estos fotógrafos entusiastas es que la exposición clandestina del día
siguiente, a pesar de la lluvia, va a ser un éxito rotundo, con visitas guiadas
incluidas, y que el nuevo marco (Centro Niemeyer) les abrirá nuevos caminos y
mostrará nuevos horizontes, que serán explorados en futuras exposiciones, y que al
final de la jornada, durante la cena de clausura en el restaurante La Estación,
brindarán ufanos por el cambio de agujas!
Y es que, al igual que sucede en el mundo del circo, así como en
tantos otros ámbitos de la vida, también en fotografía, y hoy más que nunca, se
impone la máxima de “renovarse o morir”.
lunes, 7 de enero de 2019
372. Espíritu navideño
Estas
Navidades mi padre y yo continuamos con un conflicto que perdura entre nosotros
de forma intermitente desde hace más de treinta años. En esta ocasión, dadas las
fechas, usamos el portal de belén como campo de batalla. Varias veces a lo largo del día las figuras aparecían desplazadas.
Yo las colocaba en su sitio o le buscaba una nueva ubicación, pero a la
hora de la cena o al día siguiente mis propuestas de cambio volvían a ser
ignoradas y las figuras reubicadas. Todo se desarrolló como una especie de
silenciosa partida de ajedrez jugada por dos contrincantes anónimos y a distancia. En ningún momento hicimos
el más mínimo comentario al respecto, y jamás yo le vi tocar el belén, ni él a mí
mover una sola ficha. Sencillamente dejamos que las figuras del belén hablasen
por si misas. Yo intentaba imponer una disposición clásica de las figuras, ajustada
a los cánones del arte sacro, es decir, más narrativa, teatral. A mi padre, en cambio, se le dió por una disposición más heterodoxa de las figuras, digamos castrense, pues tendía a colocar las figuras en formación militar, como si el
niño Jesús, que para eso es el jefe, quisiese pasar revista a la tropa. Desconozco
si tenía algún otro
tipo de motivación para optar por una disposición tan poco acorde con el
espíritu navideño, a parte de su obsesión por imponer siempre su criterio. Al igual que en pasados episodios de esta contienda, usé varias estrategias para
intentar llevarle a mi terreno y lograr algún tipo de entente cordiale. Hice algunas concesiones, impuse un armisticio
de dos días y medio, y no sé qué más, pero ni por esas. El último día de
vacaciones, a la sazón día de Reyes, una vez más tuve que firmar unas tablas
que me supieron a amarga derrota.
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