miércoles, 2 de mayo de 2018

354. Nostalgia atlántica

En cualquier parte del planeta hay un gallego que echa de menos su tierra. En Camberra, en El Cairo, en Londres, en San Petersburgo, en Valparaíso, en Bogotá, en Los Ángeles, en Osaka, en Bangkok, en Ciudad del Cabo, en Zúrich... Pero creo que en ningún lugar del mundo ese sentimiento de morriña es tan intenso como el que sienten los gallegos residentes en La Habana, Montevideo o Buenos Aires. Algo debe tener el Océano Atlántico que tanto une (y separa) a los gallegos. En cierto modo el océano viene a ser una frontera (natural, como el río Miño) que divide un país en dos, como lo fue en su día el muro de Berlín o lo es en la actualidad la franja desmilitarizada que divide a las dos Coreas. Quizás sea por eso que el sentimiento de nostalgia, pérdida y ausencia no lo padezcan sólo aquellos gallegos que han abandonado su hogar, sino también aquéllos que se han quedado en su tierra. Estos últimos sufren una especie de morriña a la inversa (algo parecido a lo que en alemán se denomina Fernweh), pues sabido es que cuando un ser querido o amado se marcha, siempre se lleva consigo algo de quien se queda atrás. A ambos lados del Atlántico son legión los gallegos que contemplan el horizonte marino con menlancolía y la mirada vidriosa. Sienten un vacío en algún rincón de su alma y lo intentan llenar con recuerdos de un mundo que ya no existe (o que quizás nunca existió). Añoran paisajes, sabores, olores, amores… sin saber (o sin querer saber) que esos recuerdos son como esas estrellas del firmamento, que vemos porque su luz aún nos está llegando, pero que en realidad hace ya miles de años que se han apagado.

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