En cualquier parte del planeta hay un gallego que echa de
menos su tierra. En Camberra, en El Cairo, en Londres, en San Petersburgo,
en Valparaíso, en Bogotá, en Los Ángeles, en Osaka, en Bangkok, en Ciudad del Cabo, en Zúrich... Pero creo
que en ningún lugar del mundo ese sentimiento de morriña es tan intenso como el
que sienten los gallegos residentes en La Habana, Montevideo o Buenos Aires.
Algo debe tener el Océano Atlántico que tanto une (y separa) a los gallegos. En
cierto modo el océano viene a ser una frontera (natural, como el río Miño) que
divide un país en dos, como lo fue en su día el muro de Berlín o lo es en la
actualidad la franja desmilitarizada que divide a las dos Coreas. Quizás sea
por eso que el sentimiento de nostalgia, pérdida y ausencia no lo padezcan sólo
aquellos gallegos que han abandonado su hogar, sino también aquéllos que se han
quedado en su tierra. Estos últimos sufren una especie de morriña a la inversa (algo
parecido a lo que en alemán se denomina Fernweh),
pues sabido es que cuando un ser querido o amado se marcha, siempre se lleva
consigo algo de quien se queda atrás. A ambos lados del Atlántico son legión
los gallegos que contemplan el horizonte marino con menlancolía y la mirada
vidriosa. Sienten un vacío en algún rincón de su alma y lo intentan llenar con
recuerdos de un mundo que ya no existe (o que quizás nunca existió). Añoran
paisajes, sabores, olores, amores… sin saber (o sin querer saber) que esos
recuerdos son como esas estrellas del firmamento, que vemos porque su luz aún nos
está llegando, pero que en realidad hace ya miles de años que se han apagado.
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