Este verano fui testigo de una conversación que un grupo de
amigas mantuvieron en la terracita de un bar. Hacía un día estupendo y por el volumen y
el tono de sus voces deduje que debían estar celebrando algo. Un reencuentro,
quizás. Estaban de muy buen humor, se atropellaban al hablar y reían muchísimo.
En un momento dado una de las chicas lanzó una pregunta al aire, que cuál había
sido la mayor locura que habían hecho por amor. Y fue aún más lejos, lo
planteó como una competición: la que hubiese hecho la locura más grande, esa no
tendría que pagar en la cena que iban a celebrar esa misma noche. Todas aceptaron
en seguida, imagino que porque cada una de ellas se veía la más loca y
romántica del grupo. La primera no tardó en apuntar que una vez había hecho un
viaje de Santiago de Compostela a Vancouver con no recuerdo cuántas escalas
para felicitar en persona a su novio por su cumpleaños. Otra confesó que se
había tatuado a la actriz fetiche de su pareja en el brazo. La tercera dijo que
su locura había sido perder la amistad de su mejor amiga, a la que le había
levantado el novio. Aquí las risas fueron en un tono moderado, pero al exclamar
la cuarta: - <<¡Ponerme tetas!>> un nuevo aluvión de carcajadas
inundó toda la terraza. La última estaba contando que la mayor locura que había
hecho por amor había sido casarse. En ese momento recibí una llamada y tuve que
levantarme y alejarme un poco del lugar para encontrar un poco de intimidad. Cuando
terminé de hablar volví a mi mesa, pero las cinco chicas ya se había ido y me
quedé sin saber cuál de ellas había resultado la ganadora del reto. Una
lástima.
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