martes, 22 de octubre de 2019

395. Licántropo


Cuando llegué a la playa aún no había salido el sol. Me puse los auriculares y eché a andar. Había marea baja y el arenal estaba firme y duro, ideal para caminar. Tardé como siempre unos cuarenta minutos en llegar a la otra punta de la playa. Por el camino recogí una media docena de opérculos, esas piedrecitas que esconden la proporción áurea y que los lugareños asocian a todo tipo de creencias y supersticiones. Parecía que iba a resultar una mañana plácida y reconfortante como tantas otras, pero no sería así. En el trayecto de vuelta descubrí unas pisadas en la arena que iban en sentido contrario al mío y me sorprendió  que fuesen pisadas de perro. Eran pisadas recientes. Y menudo animal, por el tamaño de las improntas debía de tratarse de un mastín enorme. Me asusté pues no estaban acompañadas de pisadas de un humano, por lo que debía de tratarse de un perro que andaba suelto. El día ya había empezado a clarear, miré a mi alrededor y no vi ningún animal. Pero podía estar agazapado detrás de alguna duna. Aceleré el paso con la mirada clavada en las huellas. Según avanzaba, éstas se iban alargando y cobrando forma de pisadas humanas. Llegado a un punto las huellas estaban perfectamente perfiladas y sobre la arena se sucedían unos moldes perfectos, en los que cabía un pie de la talla 43 o 44. Eso me relajó y me permitió bajar un poco el ritmo de mi paso. Mas poco duró el alivio. Un ruido extraño a mis espaladas, una especie de bufido o gruñido, me devolvió al estado de tensión anterior. Me volví muy asustado, hice un barrido visual por el trayecto que había dejado atrás y no descubrí nada sospechoso. La calma y el silencio sólo se veían alterados por los gritos lejanos de alguna gaviota y el monótono romper de las olas. Pero al bajar la mirada descubrí horrorizado mis pisadas en la arena. Las seguí desandando el camino con la mirada y hasta donde mi vista alcanzaba eran pisadas de un cánido gigante.

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