Cuando llegué a la
playa aún no había salido el sol. Me puse los auriculares y eché a andar. Había
marea baja y el arenal estaba firme y duro, ideal para caminar. Tardé como
siempre unos cuarenta minutos en llegar a la otra punta de la playa. Por el
camino recogí una media docena de opérculos, esas piedrecitas que esconden la
proporción áurea y que los lugareños asocian a todo tipo de creencias y supersticiones. Parecía que
iba a resultar una mañana plácida y reconfortante como tantas otras, pero no sería así. En el trayecto de vuelta descubrí unas pisadas en la arena que iban en sentido
contrario al mío y me sorprendió que fuesen
pisadas de perro. Eran pisadas recientes. Y menudo animal, por el tamaño de las
improntas debía de tratarse de un mastín enorme. Me asusté pues no estaban acompañadas
de pisadas de un humano, por lo que debía de tratarse de un perro que andaba suelto. El
día ya había empezado a clarear, miré a mi alrededor y no vi ningún animal.
Pero podía estar agazapado detrás de alguna duna. Aceleré el paso con la mirada clavada en las huellas. Según avanzaba, éstas se iban alargando y cobrando forma
de pisadas humanas. Llegado a un punto las huellas estaban perfectamente
perfiladas y sobre la arena se sucedían unos moldes perfectos, en los que cabía
un pie de la talla 43 o 44. Eso me relajó y me permitió bajar un poco el ritmo
de mi paso. Mas poco duró el alivio. Un ruido extraño a mis espaladas, una
especie de bufido o gruñido, me devolvió al estado de tensión anterior. Me
volví muy asustado, hice un barrido visual por el trayecto que había dejado atrás y no descubrí nada
sospechoso. La calma y el silencio sólo se veían alterados por los gritos
lejanos de alguna gaviota y el monótono romper de las olas. Pero al bajar la mirada descubrí horrorizado
mis pisadas en la arena. Las seguí desandando el camino con la mirada y hasta donde mi vista alcanzaba eran pisadas de un cánido gigante.
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