domingo, 24 de agosto de 2014

217. Jazz

No recuerdo muy bien dónde -Naumburg, Conques o quizás Luarca- y apenas cuándo tuvo lugar aquel concierto memorable. Lo que sí tengo muy vivo en la memoria es el sonido del piano, desaliñado, alegre, descarado, que salpimentaba el local con notas musicales olor a canela, vino tinto y hachís. Aquella noche descubrí que el equilibrio tiene muchos puntos de apoyo posibles, que si la música sale de las entrañas las notas cobran vida y se convierten en mariposas, murciélagos o estorninos y también que el jazz, un caos en el que siempre me ha costado nadar, puede llegar a ser algo extraordinariamente hermoso. Los dedos que acariciaban las teclas de aquel piano, largos y con las uñas pintadas de un rojo intenso, mucho tuvieron que ver en la magia de aquel momento, pues se desplazaban por el teclado con la elegancia, levedad y gracia de una prima ballerina. Y era tal la sintonía entre músico y piano que uno podía llegar a dudar de si eran los dedos los que hacían mover las teclas o viceversa. Me cuentan que después de aquella noche mágica el piano pocas veces más volvería a sonar igual, ni con jazz, ni con soul, ni flamenco, ni fado, ni blues. Y es que para un tango veinte años puede que no sean nada, pero para una ranchera es una eternidad.

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