Este
plato, como sucede con la lectura de una buena novela, es como un viaje que
habrá de ser realizado despacio, disfrutando cada capítulo, sin prisas, pues
aunque puedas pensar lo contrario, cada guisante es único e irrepetible: el
primero puede que tenga la piel ligeramente arrugada, por lo que cierras los
ojos y crees estar saboreando una uva pasa; el segundo quizás tenga una textura
más suave, pero consistente, y sepa a hinojo mojado en Albariño; el tercer
guisante, es posible que en sabor y textura te recuerde a un champiñón crudo;
el cuarto, no se puede descartar que tenga un sabor excesivamente dulzón, para
tu gusto; el quinto, que según los taurinos nunca es malo, quizás se te resbale y eche a rodar por el mantel, recuerdo de Guatemala, y acabe en
el suelo, al lado de la pata de la mesa en la que descubres, mira tú de qué manera, unas
salpicaduras de licor café, haces cábalas de cómo pudieron llegar hasta allí aquellas
manchas, tu memoria tarda un poquito en arrancar, pero enseguida recuerdas y
sonríes, menuda fiesta; te incorporas no sin antes golpearte la nuca contra la
esquina de la mesa; como consuelo te concedes un segundo sorbo de vino mientras
en la radio alguien canta like a rolling stone y tu viaje en el tiempo
continúa, y te ves surcando el cielo cual Baron von Münchenhausen montado en un
enorme guisante y desde lo alto ves la cara de tu sobrino, asombrado y curioso,
aquel día en que le explicaste con detalle como se preparan los guisantes rellenos de atún en
salsa de tomate; llegado al séptimo guisante ya has adquirido una cierta
destreza con los palillos y es difícil que se te vuelva a caer otro; celebras
tu habilidad y también que el tinto Mencía y los
diferentes guisantes mariden tan bien, cuando el trino de un pajarito anuncia la
entrada de un wasap; ¿qué haces?, preguntan; yoga gastronómico, o algo así,
respondes.
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