En mi
adolescencia yo tuve un amigo invisible. Como era hijo único, me pasaba muchas
horas solo, sin amigos con los que jugar y, de repente un día, apareció él.
Ernesto, se llamaba. Ya ni me acordaba, después de tantos años. Pero hará cosa
de cuatro o cinco meses, un día al volver del trabajo, me lo encontré a la puerta
de mi casa. Los años tampoco pasaron en balde para él: apenas le queda pelo y le
sobran unos cuantos quilos. Estaba con su mujer, Natalia, y sus dos hijos,
Valeria de 15 y Benja (no de Benjamín, sino de Benito Javier), de 12. Hacía
tiempo que se habían quedado sin trabajo y ahora los echaban de su piso, pues
ya no podían hacer frente a los plazos de la hipoteca (y nuestros gobernantes
venga a insistir en que la economía española está levantando el vuelo). No
tenían a dónde ir y les ofrecí instalarse por un tiempo en mi casa. Mi
apartamento no es que sea muy grande, pero les acondicioné el salón para ellos
cuatro, con el sofá cama y dos colchonetas; les vacié un armario para que
colocasen sus cosas y, en fin, les dije que (faltaría más) se podrían quedar
todo el tiempo que fuese necesario hasta que se arreglase un poco su situación.
Ya al día siguiente de instalarse en mi casa, Ernesto salió por la mañana
temprano para ir a la Oficina de Empleo y al Ayuntamiento y ver si encontraba
un trabajo o, cuando menos, podría acogerse a algún tipo de ayuda social.
Cuando volvió, a la hora del almuerzo, nos contó que la Oficina de Empleo
estaba a reventar de parados invisibles y que había unas colas que daban varias
vueltas a la manzana (estos, claro, ni aparecerán en las listas del paro). Pero
Ernesto no se desanimó y continuó saliendo todos los días de mañana temprano en
busca de un trabajo. No regresaba hasta la hora del almuerzo y siempre lo hacía
con el mismo gesto: las manos en los bolsillos y cabizbajo. Según fueron pasando las semanas su
carácter fue cambiando y ahora mi amigo invisible ya no es el que era, se le ve
decaído, enfadado, por momentos incluso un tanto agresivo, diría yo. Hace unos
días llegué a casa y Ernesto estaba teniendo una bronca
monumental con Natalia, él le gritaba como un energúmeno y le faltó varias veces gravemente
al respeto. Dudé si decir algo, pero preferí no entrometerme en sus asuntos.
Además, últimamente ya apenas hablamos, se comporta como si estuviese enfadado
con el mundo entero y tiene comportamientos extraños. A veces, cuando los niños aún no se han despertado,
Ernesto, sabedor de que es invisible, se desnuda y sale al balcón con la mirada
perdida y un gesto provocador y de desprecio hacia los viandantes que pasan por
la calle. No sé lo que pretende con eso, pero la verdad es que la convivencia
con mi amigo invisible está empezando a resultarme difícil (por no decir
imposible). Él, en el fondo me da pena, intento imaginarme por lo que estará
pasando, pero también tengo que decir que es un peligro, no sólo para su familia, sino también para mí. En cambio, Valeria y Benja son
encantadores, unos críos muy cariñosos y muy responsables para su edad, les he
cogido cariño. Natalia es una bellísima persona, a ella también le he cogido
mucho cariño, quizás demasiado. Sinceramente, no sé en qué acabará todo esto...
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