Estas
Navidades mi padre y yo continuamos con un conflicto que perdura entre nosotros
de forma intermitente desde hace más de treinta años. En esta ocasión, dadas las
fechas, usamos el portal de belén como campo de batalla. Varias veces a lo largo del día las figuras aparecían desplazadas.
Yo las colocaba en su sitio o le buscaba una nueva ubicación, pero a la
hora de la cena o al día siguiente mis propuestas de cambio volvían a ser
ignoradas y las figuras reubicadas. Todo se desarrolló como una especie de
silenciosa partida de ajedrez jugada por dos contrincantes anónimos y a distancia. En ningún momento hicimos
el más mínimo comentario al respecto, y jamás yo le vi tocar el belén, ni él a mí
mover una sola ficha. Sencillamente dejamos que las figuras del belén hablasen
por si misas. Yo intentaba imponer una disposición clásica de las figuras, ajustada
a los cánones del arte sacro, es decir, más narrativa, teatral. A mi padre, en cambio, se le dió por una disposición más heterodoxa de las figuras, digamos castrense, pues tendía a colocar las figuras en formación militar, como si el
niño Jesús, que para eso es el jefe, quisiese pasar revista a la tropa. Desconozco
si tenía algún otro
tipo de motivación para optar por una disposición tan poco acorde con el
espíritu navideño, a parte de su obsesión por imponer siempre su criterio. Al igual que en pasados episodios de esta contienda, usé varias estrategias para
intentar llevarle a mi terreno y lograr algún tipo de entente cordiale. Hice algunas concesiones, impuse un armisticio
de dos días y medio, y no sé qué más, pero ni por esas. El último día de
vacaciones, a la sazón día de Reyes, una vez más tuve que firmar unas tablas
que me supieron a amarga derrota.
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