jueves, 1 de octubre de 2020
444. Bouquet maritime
Por no sé qué suerte de conjunción astral o bucle del
azar, el idioma que cursé como lengua extranjera, primero en EGB y
después en BUP, con una profesora recién salida de la facultad muy joven,
guapa, sufrida y paciente, de la que sólo recuerdo la marca de sus tejanos (Wrangler), ha vuelto a entrar en mi vida. Mi dominio de este idioma no da para grandes
florituras, apenas para emocionarme con alguna canción de Georges Moustaki,
Edith Piaf o Zaz, para leer Le Petit Prince o poemas sueltos de Baudelaire (con
diccionario), para preguntar a qué hora sale el próximo tren para Saint-Étienne
o para arrancarle una sonrisa a la dependienta de la tienda de Souvenirs del Louvre. Es un idioma que
me fascina, como casi todos los idiomas. Éste en particular me gusta por su
sonoridad. Hay palabras que en francés sencillamente suenan mejor, con más sensualidad que
en cualquier otro idioma: fauvisme, charme,
touché, rêve, caresse, promenade, guillotine, rouge, mouillé, coquille, chéri, rancouer,
gratitude. Y no sólo por el significante, también por el significado; un
idioma en el que beso y joya, regalo y pastel o libro y libre son casi la misma
cosa, a la fuerza tiene que sonar bien, mágico. Un reciente viaje a Ginebra,
ciudad en la que viví algún que otro momento (léase juerga) memorable, seguro
que algo o mucho ha tenido que ver. Recibo llamadas que empiezan por un
nostálgico: Bonjour, monsieur le secrétaire, ça va? y yo respondo en francés, en
mi francés, el de entonces. Siempre que puedo (o me dejan) me lanzo a hablarlo,
incluso tengo la osadía de citar versos sueltos de Rimbaud de memoria o de escribir
algún haiku en francés y, pour quoi pas?,
titular alguna que otra fotografía, como en este caso, en el idioma de Echenoz.
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