miércoles, 19 de abril de 2023

493. Diálogo de miradas

Después de la gran explosión ya no volvería a ser el mismo. Toda su vida había sido un tipo sociable y de carácter afable, siempre muy pendiente de su familia y de sus amigos. Ahora, en cambio, se pasaba el día en silencio sentado en su butaca mirando por la ventana.

Aquel domingo de primavera el cielo lucía un azul intenso, el sol asomaba por detrás de los tejados y con su luz dura proyectaba un juego de luces y sombras sobre los edificios de la ciudad. De repente se escuchó un gran estruendo, como si un meteorito hubiese caído del cielo. El día se oscureció por completo. Hubo un momento en que parecía que se haría de nuevo la luz, con débiles destellos intermitentes de una luz fría y lejana, pero sólo fue un amago, una vana ilusión. La noche cerrada se apoderó de todo y se hizo el silencio. Un silencio absoluto.

Su sordera y su mudez eran secuelas de aquella explosión. Sus ojos sobrevivieron a la deflagración, pero no así sus oídos y su aparato fonador. Ahora sus ojos suplían a sus oídos y a sus cuerdas vocales. Con ellos no sólo veía, sino que también escuchaba y hablaba.

Sólo se levantaba de su butaca para acercarse a la mesa de la cocina, mesa que recordaba cubierta por siete platos. Ahora se contaban solamente dos y esa visión lo sumía en una profunda tristeza. Comía algo, muy poquito, como un pajarito, luego volvía a su butaca y se ponía a mirar de nuevo por la ventana.

A veces se le acercaba su nieto de cuatro años, él apartaba ligeramente la mirada de la ventana y le pasaba la mano por el pelo. El niño también le miraba y entre los dos se establecía un diálogo de miradas. El pequeño casi siempre acababa esbozando una sonrisa. Entonces acudía su madre, cogía a su niño en brazos, le susurraba al oído: “¡cómo te gusta sentarte en la silla del abuelo, eh!” y con los ojos humedecidos lo besaba en la frente.

 

(figura de la fotografía: Sujeto sin identificar nº 39, obra de Roni Herrán)

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