Resulta
sorprendente con qué rapidez convertimos ciertos actos, gestos o
tics en hábitos. Ya lo dice una sabiduría popular, el hombre es un
animal de costumbres. El pasado carnaval decidí, después de muchos
años, volver a disfrazarme, y dado que estamos en crisis me las
arreglé con una simple nariz de payaso (que, por cierto, funcionó bastante bien). Y
desde entonces, como quien dice, no me la he quitado (en casa, se
entiende). Ahora, lo primero que hago al llegar del trabajo es ponerme
el chándal, calzarme unas zapatillas y colocarme la nariz de payaso.
Ya no me veo sin ella, pues me arropa la punta de la nariz, que en
invierno siempre tengo medio congelada. Además, la nariz también ha traído mucha vida y
alegría a mi hogar, cada vez que entro en el cuarto de baño o paso
delante del espejo del dormitorio o del pasillo siempre me encuentro a un
tipo sonriéndome. Alguna desventaja también tiene, cuando estuve
resfriado, por ejemplo, me resultó un poco incómoda, pues tenía
que quitármela y volver a ponérmela siempre que me limpiaba la
nariz. Y cada vez que estornudaba tenía que agacharme a recoger la
nariz, detrás del ficus, debajo del sofá o incluso un día detrás
de los botes de las legumbres. Pero, por lo demás, todo son ventajas
y he llegado a la conclusión de que la mejor forma de afrontar el día a día, tan gris e insulso últimamanete, es tomándose todo un poco a broma y reírse de todo y de todos, empezando por uno mismo. Además, desde que tengo este hábito resulto mucho más
convincente al explicarle al visitante de turno que no me interesa
cambiarme de proveedor de ADSL, hacer un reaseguro de decesos,
adquirir una nueva tarjeta de crédito, instalar gas ciudad en casa o comprar
una parcela en el paraíso de Jehová.
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