Hay lugares en los
que parece que el tiempo se ha detenido, lugares a los que
uno irremediablemente vuelve pasados diez,
veinte o quizás más años. Sé que no es bueno vivir anclados en momentos del
pasado, pues esos recuerdos, tanto si son buenos como si son malos,
siempre son un lastre y con frecuencia provocan sentimientos difíciles de gestionar y que poco o nada aportan al presente. Pero también
sé que no es malo visitar, después de un largo intervalo de tiempo, algunos de los lugares en los que hemos vivido. Es bueno volver a ver paisajes que nos han marcado, pisar suelos que hemos pisado, tocar objetos que hemos tocado, rememorar palabras que hemos dicho o escuchado. Ese viaje al pasado de algún modo nos permite mirar el
presente con una cierta perspectiva, como si volviendo al punto de partida
consiguísemos ver mejor cuánto nos hemos desviado del rumbo que nos habíamos marcado, así como poner en valor los logros alcanzados e intentar averiguar cuáles han valido
realmente la pena. El de la foto es uno de esos santuarios, está igual
que hace treinta años, cuando aún se creaban cosas en él, había
ruidos y tenía vida. Hoy en ese taller reina el silencio y las telarañas,
pero pisar ese recinto minúsculo tiene para mí la misma magia y ensueño que
caminar sobre la arena mojada de una playa gallega, visitar un templo
románico cuando no hay gente en su interior o ver salir el sol desde la
ventanilla de un avión en un viaje de vuelta a casa.
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