jueves, 4 de junio de 2015

249. El túnel

Tres días y tres noches estuvo perdido en las entrañas de la tierra, retenido por la oscuridad en una galería de aquella mina abandonada, atenazado por el húmedo frío y un silencio sepulcral. Entró en la mina empujado por su natural curiosidad y cuando se le agotó la luz de pila perdió el sentido de la orientación. En ese momento sufrió un ataque de pánico, pero aplicó las técnicas de relajación aprendidas en el curso de yoga y poco a poco, pensando en positivo, se fue calmando. Sabía que los suyos lo echarían de menos y que harían todo lo posible, y más, por encontrarlo y sacarlo de allí. Qué bien, pensó, haber hecho aquel curso de supervivencia el verano anterior, de ese modo ahora sabía que lo más importante, además de mantener la calma, era racionar el agua y también las fuerzas, mientras esperaba la ayuda del exterior. En algún momento, no sabría decir si al principio o al final del segundo día, cuando ya empezaba a dominarlo el desasosiego, escuchó ruidos. Ruidos producidos por una piedra golpeando la roca de la pared y que, por la regularidad de los intervalos, sólo podían estar provocados por una mano humana. Parecía Morse o algo parecido. Seguramente se trataba del equipo que venía a rescatarlo. Él hizo lo mismo, palpó todo el suelo a su alrededor hasta encontrar una piedra y comenzó a dar golpes contra la roca, golpes sin criterio ni sentido alguno, pues no tenía ni idea de Morse, ahora lamentaba no haberse apuntado a aquel curso que había organizado el centro sociocultural del barrio donde vivía. Gracias al ruido de esos golpes pudo orientarse y empezó a caminar. Caminaba unos pasos, se paraba, daba tres golpes, esperaba la respuesta de sus rescatadores y daba otro par de pasos, se paraba, y así una y otra vez, sin descanso. Según pasaban las horas le pareció percibir que el ruido cada vez se hacía más audible y eso lo inundó de optimismo. No obstante, intentaba controlar la euforia, pues temía que la mayor intensidad del sonido fuese un delirio suyo fruto del estrés al que llevaba sometido desde hacía varios días. Cuando al fin vislumbró aquel minúsculo punto de luz en medio de la oscuridad supo que estaba salvado y que por fin podría abrazar a los suyos, su corazón comenzó a latir con fuerza y rompió a llorar. Hacía ya un buen rato que habían cesado los golpes contra la roca, pero ahora ya no los necesitaba para orientarse. Caminó despacio pero con paso firme hacia el punto de luz, que a cada paso aumentaba de tamaño como el faro de una motocicleta que se acerca en dirección contraria. Tenía que entornar más y más los ojos, pues la luz le molestaba una barbaridad. Alcanzó la boca de la mina cubriéndose los ojos con las palmas de las manos. Allí esperó un poco y las fue separando lentamente, como quien levanta una visera a cámara lenta. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Nadie le estaba esperando ...

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