En
cine prefiero una historia cotidiana y realista, bien contada y con todos sus
matices melodramáticos a esas epopeyas modernas, irreales y sorprendentes con
mensaje fácil y alienante. Considero mil veces más digna de
ser contada y novelada la historia del contramaestre que advirtió al capitán
del Titanic que sería prudente aminorar la velocidad, pues estaban llegando
mensajes informando de la presencia de icebergs en la zona, que la del propio capitán,
que al parecer murió como un héroe de película agarrado al timón de su nave, o la de la orquesta que
siguió tocando estoicamente hasta el último suspiro, algo que nadie acaba de
creerse del todo.
Si, a pesar
de la advertencia, el Titanic no hubiera chocado con un iceberg en aquel
fatídico viaje inaugural, lo más seguro es que la tripulación se hubiera
burlado del contramaestre y los directivos de la naviera lo habrían apartado de
su puesto y declarado no apto para el oficio de marino, alegando
presumiblemente falta de valor y de ambición. Pero en cualquier caso el desastre no
hubiera tenido lugar, se hubieran salvado muchas vidas humanas y él mismo
podría, ya de viejo, toparse una noche con alguien (un servidor, mismo) en un pub irlandés
y podría contarle(-me) por qué no había llegado a hacer carrera en la marina
mercante y se había tenido que conformar con ser cartero o conductor de
tranvía. Y es que en la vida, gente como el contramaestre del Titanic raras
veces triunfa. Y en política menos, porque el poder lo otorgan las mayorías y
éstas prefieren las poses de un capitán intrépido y ambicioso que los mensajes sensatos de un contramaestre responsable. La deriva que está tomando la política mundial en los últimos meses me produce verdaderos escalofríos, me siento como si viajase a bordo de un transatlántico que atraviesa una zona de icebergs.
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