Mi abuelo era
un hombre más bien pequeño, pero compensaba su moderada estatura con nervio,
valor y mucho temperamento. Cuando sacaba el carácter parecía que crecía y
aparentaba uno o dos palmos más alto. No le tenía miedo a nadie ni a nada. Ni
al mismo demonio, al que, por los tiempos en los que le tocó vivir, tuvo que
enfrentarse en más de una ocasión, metamorfoseado el maligno en todo tipo de
personajes: en un capataz violento en los campos de caña en Cuba; disfrazado de
insurgente rifeño en el monte Gurugú; embutido en la piel de un terrateniente
avaro y sin escrúpulos cuando tuvo que testificar en contra de éste en un pleito por unos lindes;
travestido de Guardia Civil corrupto, a la sazón jefe de la Escuadra de Abastos de la
zona; y en tantos otros personajes mezquinos y malvados. En cada uno de esos
encuentros el abuelo siempre intuyó el peligro y con astucia y valor supo salir
indemne. Sólo en una ocasión sucumbió a los encantos y artimañas de Lucifer. Fue una tarde del mes de san Juan en una villa de la costa coruñesa, a donde acudió
el príncipe de las tinieblas trajeado con las galas de un generalísimo. Allí el
abuelo se dejó impresionar por el brillo de las limusinas y los Dodge Dart
oficiales, por los ritmos marciales que tocaba una banda de música
impecablemente uniformada, por los tocados de las señoras y sus perfumes que la
brisa marina extendía por toda la plaza, por las medallas que colgaban lustrosas
en las casacas de los militares con el aspecto más siniestro de la comitiva. En
fin, por toda la pompa y aparato que rodeaba a aquel leviatán castrense. Mas
ese encantamiento habría de durar bien poco, pues dos bofetadas recibidas de un
agente secreto, por no aplaudir y aclamar al Jefe del Estado como Dios manda,
devolvieron a mi abuelo a la triste y dura realidad de la España de los
primeros años 50. Después de aquel día jamás volvería ya a bajar la guardia y
se mantendría siempre alerta y cada vez que intuía que el maligno le rondaba,
recitaba en voz baja un conjuro que había aprendido de pequeño de una tía suya,
que muchos vecinos del lugar tenían por loca, y que en gallego rezaba:
Ai, San Silvestre,
ai, San Ciprianiño,
afastade esa becha,
ai, do meu camiño. (*)
(*) Ay, San Silvestre, ay, San Cipriano, alejad esa bicha, ay, de mi camino.
Ai, San Silvestre,
ai, San Ciprianiño,
afastade esa becha,
ai, do meu camiño. (*)
(*) Ay, San Silvestre, ay, San Cipriano, alejad esa bicha, ay, de mi camino.
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