Esta mañana después de desayunar miró el pastillero para
saber qué día de la semana era. Con los ojos vidriosos me confesó que a veces
cuando quiere visitar a mi hermano, que vive a trescientos metros de su casa,
no recuerda por donde tiene que ir. Le prometí que la próxima vez se lo
comentaríamos al médico. Al mediodía me enseñó la carpeta con las actividades
del curso de entrenamiento de la memoria. Le dieron deberes para el verano. Dijo
que no quería volver a clase, pues sus compañeras, que ya llevan varios años asistiendo
al curso, son mucho mejores que ella y terminan las tareas más rápido. A ella
le cuesta mucho entender y hacer las actividades. Le dije que sus compañeras
tan buenas no podían ser, sino no se entiende que hayan repetido tantas veces curso.
Rió con malicia infantil. Por la tarde se olvidó de ponerle detergente a la
lavadora. Cuando despertó de la siesta dijo haber soñando un montón de cosas
raras. Me preguntó si a mí también me pasaba. Sólo cuando estoy preocupado,
dije. Después de la cena fregó los cuatro cacharros. Mientras secaba los
cubiertos la observé durante un buen rato. Los secaba uno a uno. Con esmero. Los
colocaba bien ordenados en el cajón. Cada cosa en su sitio. Los cuchillos con
los cuchillos, los tenedores con los tenedores y las cucharas con las cucharas.
Un par de veces se equivocó, pero se dio cuenta en seguida y rectificó. Fue un
momento entrañable. Triste y entrañable.
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