Justo cuando llegué al paso de peatones de Porta Faxeira el
semáforo se puso en rojo y en mi mp3 empezó sonar una canción de Lykke Li. De repente todo a mi alrededor comenzó a
ralentizarse, a suceder despacio, muy despacio, como a cámara lenta. En el
edificio de enfrente un abuelete salía a la calle de espaladas o quizás entraba
en el portal. No llegué a averiguarlo. Una mujer tocada con un sombrero de terciopelo
azul se paró delante del anciano y se puso a manipular su smartphone con
inusitada lentitud. A mi derecha, en el borde de la papelera, una abeja removía con
sus patas en un resto viscoso, azul y pegajoso de un helado. En el suelo, entre el
bordillo de la acera y el asfalto, un trozo de salchicha tipo frankfurt con
manchas de kétchup estaba siendo inspeccionado voraz y minuciosamente por un escuadrón
de hormigas. Una joven con una chupa de cuero parecía estar replanteándose la
relación con su novio parada delante de un escaparate. El copiloto del camión
de bomberos que pasaba en ese momento miraba y saludaba a los peatones con un gesto
mitad estúpido, mitad entrañable. Empecé a sospechar que me encontraba fuera de
la vida real, en otra dimensión, dentro de una ficción, una película de David
Lynch o algo así. En eso el semáforo se puso en verde y los peatones de uno y
otro lado nos pusimos en marcha como los figurantes de dos ejércitos de mentira que salen a cámara superlenta a un simulacro de campo de
batalla. En la vida real nadie repara apenas en los demás
peatones, pero ahora el lento discurrir del tiempo me permitía fijarme en
las personas desconocidas, mirarlas a la cara, ver dentro de sus miradas. Todo
me resultaba enigmático, misterioso, amenazador. El hecho de que, una vez dejado
atrás el paso de cebra, me cruzase, primero con una compañera de trabajo, con
un vecino de mi portal, después y por último con mi monitora de yoga y ninguna
de las tres personas me saludase no hizo sino confirmar todas mis sospechas.
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