lunes, 6 de noviembre de 2017

325. Lenta mente

Justo cuando llegué al paso de peatones de Porta Faxeira el semáforo se puso en rojo y en mi mp3 empezó sonar una canción de Lykke Li. De repente todo a mi alrededor comenzó a ralentizarse, a suceder despacio, muy despacio, como a cámara lenta. En el edificio de enfrente un abuelete salía a la calle de espaladas o quizás entraba en el portal. No llegué a averiguarlo. Una mujer tocada con un sombrero de terciopelo azul se paró delante del anciano y se puso a manipular su smartphone con inusitada lentitud. A mi derecha, en el borde de la papelera, una abeja removía con sus patas en un resto viscoso, azul y pegajoso de un helado. En el suelo, entre el bordillo de la acera y el asfalto, un trozo de salchicha tipo frankfurt con manchas de kétchup estaba siendo inspeccionado voraz y minuciosamente por un escuadrón de hormigas. Una joven con una chupa de cuero parecía estar replanteándose la relación con su novio parada delante de un escaparate. El copiloto del camión de bomberos que pasaba en ese momento miraba y saludaba a los peatones con un gesto mitad estúpido, mitad entrañable. Empecé a sospechar que me encontraba fuera de la vida real, en otra dimensión, dentro de una ficción, una película de David Lynch o algo así. En eso el semáforo se puso en verde y los peatones de uno y otro lado nos pusimos en marcha como los figurantes de dos ejércitos de mentira que salen a cámara superlenta a un simulacro de campo de batalla. En la vida real nadie repara apenas en los demás peatones, pero ahora el lento discurrir del tiempo me permitía fijarme en las personas desconocidas, mirarlas a la cara, ver dentro de sus miradas. Todo me resultaba enigmático, misterioso, amenazador. El hecho de que, una vez dejado atrás el paso de cebra, me cruzase, primero con una compañera de trabajo, con un vecino de mi portal, después y por último con mi monitora de yoga y ninguna de las tres personas me saludase no hizo sino confirmar todas mis sospechas.  

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