Nunca me he subido en una Harley Davidson y en muy contadas
ocasiones he podido admirar de cerca algún ejemplar. Pero he oído hablar de
ellas a algún amigo motero durante horas, con auténtica devoción religiosa, con un inmenso
orgullo e ingeniosas metáforas (una Harley no pierde aceite, marca su
territorio). El de los moteros posiblemente sea un mundo sublimado por el
romanticismo de algunas películas de género e interminables noches de cerveza, sexo y
rock and roll. Pero el otro día -lucía un sol radiante- me volví a topar con
una custom y tuve la sensación de que la vida a caballo de una de estas
motos se tiene que ver de otra manera, más genuina, y sentí nostalgia de un
pasado que nunca existió.
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