Un sábado de madrugada llega a casa después de haber
apurado todo lo que pudo la noche con sus amigos. Nada más entrar ve que hay luz
en la cocina. Qué raro, -piensa- con el cuidado que su madre siempre tiene con
las luces. Casi tanto como su padre con las llamadas de teléfono. Va a la
cocina y se los encuentra a los dos jugando una partida de ajedrez, muy
concentrados. Nunca antes los vio jugar al ajedrez. Sí, a la escoba o al tute alguna
que otra vez, pero al ajedrez, jamás. Los saluda, pero ellos no le devuelven el
saludo, ni siquiera apartan la mirada del tablero para mirarle. Piensa que
estarán enfadados, como tantas otras veces, por volver a casa tan tarde. Él
tampoco insiste, no tiene el cuerpo para discusiones, Juanma le estuvo dando
la brasa todo el rato con lo de su suplencia en el partido del domingo
anterior y Charo no le paró bola en toda la noche. Calienta un tazón de leche, le
pone dos cucharadas de cacao, coge una silla y se sienta algo separado de la
mesa. Los observa mientras toma el cacao a sorbitos, soplando, pues está muy caliente.
Se fija en el tablero y ve que están jugando una partida muy extraña. Su padre
juega con las figuras nobles: reyes, reinas, alfiles, caballos y torres y su madre con
los peones. Ella tiene sus figuras distribuidas de forma
aleatoria, negras y blancas todas mezcladas. Su padre, en cambio, tiene sus
fichas organizadas en bloques, por géneros y por colores. En el flanco derecho
las figuras blancas, en el izquierdo, las negras. En primera fila las
masculinas: los caballos, los alfiles y el rey blanco. Detrás, las femeninas:
las reinas, las torres, y también el rey negro. Él mueve las fichas con aire de superioridad, en movimientos rápidos y enérgicos. Su madre se lo piensa
mucho antes de hacer cada movimiento. Después de perder siete peones en menos
que canta un gallo, en una jugada muy hábil y con un poco de fortuna, logra comerle
el rey blanco. Su padre esboza una sonrisa sarcástica, como si quisiera dar a
entender que se ha dejado comer esa ficha, por tener un gesto magnánimo antes
de la victoria cantada. Está claro que la partida va a ser una escabechina, por
lo que apura el cacao, deja la taza en el fregadero y se va a su habitación sin
decir ni buenas noches. Al abrir la puerta de su cuarto se encuentra a sí mismo
metido en cama, durmiendo a pierna suelta y llenando todo el espacio de
ronquidos y efluvios de cerveza. Entra en pánico, pues cae en la cuenta de que
se ha escapado de su propio sueño y ahora no sabe cómo volver a entrar en él
antes de que se despierte.
Conectando esta relatografía con la reflexión de la
entrada 86 de este blog “(…) los labios
más dulces pueden dejarte el peor sabor de boca (…) las palabras más sinceras
pueden dejarte la herida más profunda (…) la más firme convicción puede
derrumbarse por una tontería (…)”, también se puede afirmar que la imagen
más hermosa (en este caso, perfecta en composición, iluminación y ejecución),
puede recordarte la peor de tus pesadillas.
(fotografía: Marcos J. Castro Fernández)
Soberbio!!!
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarBufffff.. Impactante!! K sensación tan extraña. Me ha sobrecogido. MAGNIFICO! La burgalesa
ResponderEliminarGracias, burgalesa, las pesadillas es lo que tienen, te dejan siempre muy mal cuerpo, ponerlas por escrito ayuda a conjurarlas
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