domingo, 1 de agosto de 2021

470. 1 de agosto

El día 1 de agosto, día de fiesta nacional en Suiza, un servidor lleva a gala estar de aniversario. Fue un 1 de agosto, el de 1969 para ser más exactos, cuando con apenas siete años llegué a Suiza para reunirme con mis padres, que habían emigrado en mayo del 68 (otra fecha memorable). Al poco tiempo les seguiría mi hermano mayor. Cuando yo me fui, dejaba atrás un año y unos meses de vida campesina en la aldea de mis abuelos. Un año con algunas vivencias desagradables, como la separación de mi familia, el sistema pedagógico de un maestro autoritario y de credo falangista en la escuela unitaria de la aldea (véase entrada 153 de este blog) o los olores de los excrementos de los animales, especialmente el de las gallinas y el de los cerdos. Pero también guardo otros muchos recuerdos, muchísimos, tan bonitos que hace que en su conjunto las evocaciones de aquel año para mí sean tan entrañables. El salto del mundo rural gallego de finales de los años sesenta a un país moderno y avanzado como Suiza para mí fue como cuando el primer astronauta pisó la luna (Neil Armstrong llevó a cabo su hazaña sólo 12 días antes que yo la mía). Ahora que lo pienso, la furgoneta, una DKW creo que era, que nos llevó, entre otros, a unos tíos míos y a mí en un largo viaje hasta el centro de Europa, no debía ser mucho más cómoda que la cápsula del Apolo 11. Y ya puestos a establecer vínculos con la carrera espacial de la NASA (un artilugio con el que mi abuelo solía pescar un motón de truchas en el río Pequeno), yo también tengo mi frase, que, a pesar de no haberla pronunciado en su momento, considero que le da mucho sentido a mi biografía, pues aquel fue un paso insignificante para la humanidad, pero trascendental en mi vida. Recuerdo como si fuera ayer el abrazo con el que me recibió mi madre (este privilegio, mi admirado Armstrong, tú no lo tuviste al pisar la luna). Y si mi memoria no me falla (lo que últimamente suele suceder cada vez con más frecuencia), creo recordar que mi madre me dijo que las banderitas que engalanaban el pueblo donde vivían, las habían colocado por mi llegada. Yo, claro, con la necesidad de cariño que tenía, me lo creí y mi ego sufrió un considerable subidón. Un subidón que, 52 años después, de vez en cuando aún se sigue manifestando para llenarme el alma de nostalgia, el corazón de autoestima y, todo hay que decirlo, la cabeza de vanidad.

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