martes, 26 de marzo de 2013

153. Tiempos pasados

El edificio verde que se ve en la foto es una escuela rural. Quedan cientos de ellos repartidos por toda la geografía gallega (y sospecho que también fuera de ella). En tiempos pasados fueron unas escuelas unitarias, diría que todas construidas sobre los mismos planos, con las que se intentó paliar el analfabetismo y atraso de las zonas rurales, al tiempo que se adoctrinaba a la población rural en los valores y virtudes del pensamiento franquista. La planta superior solía ser la vivienda para el maestro y su familia y la planta baja era un único espacio en el que se hacinaban entre veinte y treinta alumnos de todas las edades. A día de hoy algunas de estas escuelas (como la de la foto) continúan funcionando (y tengo entendido que muy bien), escolarizando a las niñas y niños en los primeros ciclos formativos. Pero muchos de estos edificios han dejado de ser centros educativos y han sido reciclados y convertidos en centros culturales, unos; otros, en albergues para peregrinos (los que están a lo largo de la ruta jacobea), en clubes sociales o simplemente están cerrados y sólo se abren en contadas ocasiones para hacer de colegios electorales. Y todos, operativos o no, son testigos mudos de un tiempo que muchos creíamos haber dejado atrás. Un servidor, que apenas ha cumplido cincuenta primaveras, aún llegó a conocer por dentro uno de estos centros educativos en la época, digamos, preconstitucional. Sólo fueron unos siete u ocho meses durante el curso 1968/69, mis padres habían emigrado a Suiza y hasta que se instalaron del todo en el país alpino me dejaron con los abuelos en la aldea. El maestro a cargo de aquella escuela rural (sólo para niños) era un hombre orondo, con más talento para hacer de carcelero que de maestro. Su método didáctico podría calificarse "de percusión", pues, en un vano intento en enseñarnos disciplina, geografía nacional-católica, álgebra elemental y lengua castellana, se prodigaba en el uso de varas de sauce y reparto de capones y bofetadas. El aula era muy austera, muy distinta a la que yo había conocido en el colegio del pueblo, y los pupitres muy rústicos. En la pared de enfrente colgaba una gran pizarra, encima de ésta un crucifijo y una foto de Franco presidían aquel templo del saber. A la izquierda de la pizarra colgaba un mapa de una España bastante descolorida y delante de éste estaba la mesa del maestro, sobre la que reposaban los palitos atados en fajos de a diez, con los que nuestro maestro nos ilustraba, muy solemne él, los conceptos de decena y centena. En el suelo, entre la mesa y la pared, había una lata de sardinas oxidada (tamaño pandereta) que servía como escupidera y en la que el maestro escupía con considerable puntería sus frecuentes flemas y gargajos. La planta baja contaba con dos váteres, de uso exclusivo para el cuadro docente, de esos sin taza, tan típicos en el sur de Europa, con sólo dos marcas para colocar los pies y en medio un inquietante agujero negro. Debido a la vorágine digestiva del maestro y a que las instalaciones sanitarias carecían de agua corriente ambos agujeros negros se atoraban cada dos por tres. Entre las tareas que el maestro encomendaba a los alumnos, además de proveerle de varas de sauce (que casi siempre probaba en las nalgas del proveedor) y vaciar la escupidera en el exterior de la escuela y volver a colocarla con agua limpia en su sitio, estaba el pasarse una mañana entera desatascando los agujeros negros con escobas viejas y cubos de agua traídos de las casas más cercanas. Recuerdo que este maestro a mí me tenía en cierta estima o consideración, porque no le daba muchos problemas de indisciplina, porque hablaba un castellano de pueblo y, de modo especial, porque (más por carencia que por virtud) no era muy dado a llorar. Así fue que un día consideró oportuno concederme un minuto de gloria delante de mis compañeros de clase, muchos de ellos mayores que yo. Él acababa de pegarle a un compañero muy llorón, que solía romper a llorar y gemir antes incluso de que la vara de sauce o la manaza del maestro impactase en su cuerpo, y me ordenó salir a la pizarra. Allí, delante de todos y sin venir a cuento, me propinó una sonora bofetada y antes de mandarme volver a mi asiento me puso la mano en el hombro y dijo algo así como: “Tomad ejemplo de este chaval, que no llora como vosotros, que parecéis todos unos gallinas”. No estoy muy seguro de si ya había cumplido o no los siete años.
Son recuerdos de una época triste, de una época que hasta hace muy poco parecía superada históricamente, mas con el preocupante rumbo que hoy día están tomando los acontecimientos en España, entre otros (y de manera bastante flagrante) todo lo que atañe a la educación, no es nada descabellado imaginar que en un futuro no muy lejano recuperaremos el uso intensivo de estas escuelas unitarias rurales, llenándolas con alumnos de hasta 18 años para españolizar (sic ministro Wert) a los hijos de los campesinos y trabajadores asalariados, al tiempo que se les forma en álgebra elemental, lengua castellano-vieja y geografía centrípeta. Llegados a ese punto, ya sólo nos quedará rezar para que al menos los maestros posean algo más de vocación y un mínimo de formación.

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