Bien
dormido, desayunado y duchado me subo al coche –empieza un nuevo día-, el
portal del garaje se alza como el telón de un teatro y el sol luce estupendo en
un cielo azul intenso. El tráfico es fluido, casi todos los semáforos se ponen
en verde a mi paso, llego al campus y estaciono el coche enseguida, muy cerca
del gingko biloba. Subo la suave cuesta que me lleva a la zona vieja de la
ciudad con paso animoso y seguro, parapetado tras mis gafas de sol y los
auriculares de mi reproductor MP3. Sopla de cara una leve brisa que me acaricia
el alma, me cruzo con una chica sonriente y entra el saxo en Only a dream
de Van Morrison, un cachorro de labrador me mira como si fuese su mejor amigo,
me viene una idea para un posible haiku... En momentos así creo que puedo
comerme el mundo y puedo llegar a sentirme invencible –inmortal, casi-. Lo sé,
todo es una pura fantasía –una pueril fantasía, diría-. Y, en cualquier caso,
una fantasía pasajera y poco duradera. Pero, qué coño, lo bien que me siento
cuando experimento tal subidón de entusiasmo es algo que no tiene precio.
Estos
días el tiempo no acompaña, las mañanas amanecen grises, con lluvia y viento
frío, hay retenciones en la rotonda, mi MP3 se gripa y el paraguas, un
auténtico incordio, me impide ver perros y sonrisas, tampoco consigo comprimir
mis sensaciones en diecisiete sílabas y, además, están todos esos ruidos. Pero mi terapeuta me dice que ya falta poco
para la primavera.
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