Inmerso en un proyecto fotográfico, que consistía en
imitar el estilo de un fotógrafo de renombre (a mí me tocó en suerte Andy
Warhol), me puse a hacer fotografías al estilo pop con mucha ilusión y entusiasmo. Pero el entusiasmo inicial pronto se convirtió, primero en frenesí y después, en una auténtica obsesión y ya no podía dejar de hacer fotos pop. Y no sólo eso, sino que todo lo analizaba en clave pop: la política, el trabajo, la familia, la religión, la gastronomía. Con una más que justificada
preocupación acudí a mi terapeuta para buscar una solución a mi problema y
éste, que siempre tiene un remedio a la medida de cada una de mis fijaciones y
manías, me diseñó un plan para dejarlo poco a poco, que consistió en ir reduciendo cada día el
número de fotos pop que hacía. Un método parecido al que me aplicó en su día
para que dejara de fumar. De seguir por ese camino, me dijo con expresión muy
seria, corría el riesgo de acabar cantando canciones de los Bee Gees o Prince, que en paz
descanse, por los karaokes de la ciudad, y que ya no tengo yo ni voz ni tipo
para ello. La que aquí se ve es mi (hasta el momento) última fotografía pop.
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