Siempre había
odiado esas exposiciones públicas de cadáveres rodeados de coronas de flores.
La muerte le parecía un trance demasiado íntimo como para convertirlo en un
espectáculo obsceno. Detestaba a esas personas que se plantan delante del
féretro y lo soban con sus miradas tristes, morbosas y asustadas. Pero al ver
al otro lado del cristal a su mujer, llorando sin consuelo abrazada a su hija, empezó
a sospechar que el difunto bien podría ser él.
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