jueves, 26 de julio de 2012

97. Fiebre del oro

De un tiempo a esta parte están proliferando los anuncios de empresas que compran oro. Como buitres carroñeros, los anunciantes acechan a esos miles de españoles que han perdido el trabajo, agotado las ayudas por desempleo, gastado sus escasos ahorros y a los que como última solución desesperada sólo les queda vender sus anillos, pulseras, cadenas y pendientes. En muchos casos esos anillos y pulseras son regalos y recuerdos de seres queridos cuyo valor sentimental ningún tratante de oro le va remunerar. Más bien al contrario, intentará bajar el precio todo lo que pueda y no pocas veces con una báscula trucada de por medio, pues negociar con gente desesperada es una actividad muy sencilla, placentera y gratificadora para cualquier usurero. Y afortunados aquellos que tienen unos gramos de oro para vender y pueden aliviar un par semanas su agonía económica desprendiéndose de esos objetos que guardaban con mucho celo, “por si un día hiciese falta”. Ese día ha llegado y los especuladores de todo tipo lo saben y por eso se lanzan a la caza del oro presos de una fiebre similar a la que padecieron los aventureros y buscadores de fortuna del siglo XIX que se precipitaron como un tsunami a la conquista de las Montañas Rocosas. Y uno se pregunta, ¿cuando se hayan hecho con todo el oro, qué querrán comprarnos? ¿sangre? ¿riñones? ¿corazones?
De la señal de tráfico se podría pensar que ha aparecido ahí por un casual, como quien sin pretenderlo acaba en una fiesta a la que no ha sido invitado. Mas no es ese el caso, no. La señal se ha plantado delante del cartel amarillo con toda la intención del mundo y con todo su rigor implacable y autoritario para recordarnos que ahora nos toca vivir una época de prohibición y expolio.

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