
Un antitaurino verá seguramente un adolescente triste y disgustado, un pobre chico que acude a la escuela de tauromaquia por la insistencia e intransigencia de su padre, su abuelo o cualquier otro familiar autoritario y desalmado - otra forma más de maltrato infantil. Verá a un chaval desubicado y en un entorno hostil, que cierra los ojos precisamente para no percibir la violencia y brutalidad que late a su alrededor, en un intento de convertir mentalmente el coso en una cancha de baloncesto, un campo de fútbol o un patio de colegio.
Un artista, pongamos Picasso, es posible que perciba (o percibiese) sólo una abstracción minimalista de la fiesta: un torero que no lo es aun, un público que no está, un pasodoble cañí que apenas se intuye en la memoria, un toro que en ese preciso instante está a punto de ser engendrado por un macho bravo entre las encinas de una dehesa salmantina. Una abstracción, en fin, que percute en el cerebro del artista provocándole una hemorragia de emociones que inunda de estética irracional su instinto más salvaje.
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