miércoles, 5 de septiembre de 2012

104. Caballito de mar

Como cada mañana bajó temprano a la playa en busca de la ola del verano. Quería que el hecho de no haber podido irse de vacaciones por tercer año consecutivo (la economía familiar no andaba muy boyante) le recompensara de alguna manera. Pero la gran ola se le resistía, al igual que aquella francesita que estaba en el surfcamp, una preciosidad de ojos verdes, rastas y un caballito de mar tatuado en el hombro. Bajó a la playa, había aun pocos bañistas y en seguida la reconoció por su tabla amarilla. Estaba sentada en la arena mirando al mar, llevaba el traje de neopreno vestido sólo hasta la cintura y un top de bikini de color limón. Se sentó a su lado y sólo se le ocurrió decirle que a él también le gustaba el color amarillo. No pudo evitar reírse de la tontería que acababa de decir y ella rió también con ganas. Él estaba ocurrente y la chica de las rastas agradecía cada broma con una risa limpia y dulce. Al reírse, el caballito de mar parecía que se estremecía emocionado. El mar seguía tranquilo y él le propuso dar un paseo hasta la otra punta de la playa. Ella aceptó. El trayecto de vuelta lo hicieron cogidos de la mano. Ese verano el paro y la prima de riesgo continuarían creciendo, sus padres acabarían cerrando la tienda y la abuela se rompería la cadera, pero para él los recuerdos de ese mes de julio quedarían tatuados para siempre en el dominio más luminoso de su memoria.

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