domingo, 23 de septiembre de 2012

108. Lecturas

Hubo una feliz época en que un hombre, con tiempo, curiosidad y dedicación, podía saberlo casi todo de muchas disciplinas. Un tiempo, también, en el que el concocimiento estaba restringido a una minoría: a las pocas personas que tenían la formación suficiente para poder interpretar los textos escritos. Y esas mismas personas, sabiendo que el conocimiento es poder, hacían todo lo que estaba en sus manos para que la situación no cambiase. Pero las sociedades han ido evolucionando y hoy día, por suerte, la situación ya no es la misma, aunque tampoco está exenta de obstáculos y dificultades. Si antes el problema era la falta de información, hoy lo es su exceso: hoy estamos constantemente ingiriendo voluntaria e involuntariamente ingentes cantidades de información y sin disponer apenas de tiempo para procesarla, para analizarla, para contrastarla, para conocer las fuentes. Y así el riesgo de que el conocimiento que adquirimos sea parcial, equivocado, superficial o interesado es muy alto.
Toda la información que hemos ido engullendo a lo largo de los años: tebeos del Capitán Trueno, el catecismo y algunos números de el Víbora; relatos, poemarios y novelas; noticias de prensa, reportajes y editoriales; contratos de alquiler, de trabajo y pólizas de seguros; ponencias, reseñas y artículos científicos; cartas, SMS y correos-electrónicos; instrucciones de uso de mp3 y prospectos de antibióticos; normativas de aerolíneas low cost y guías de turismo; convenios colectivos y boletines oficiales del estado; informes médicos y testamentos, etc. se ha ido acumulando en nuestra memoria y se ha ido convirtiendo en un ovillo, una madeja, un amasijo amorfo, como el bolo alimenticio que se forma en el estómago después de haber cenado ensaladilla rusa de primero, una pizza cuatro estaciones de segundo y macedonia de frutas de postre. Si en un TAC se pudiese ver la información almacenada en el cerebro, en el mío seguramente aparecerían, entre otros, mi profesor de literatura sacándole brillo a unos endecasílabos de Antonio Machado, a Woody Allen convirtiendo el texto de un prospecto de Lexatín en diálogos para Manhattan, al comerciante de telas Gregorio Samsa practicando papiroflexia con la escritura de mi piso, al marqués de Bradomín comprando un asiento de primera clase en el tranvía a la Malvarrosa, a Tierno Galván leyendo una ponencia sobre la movida madrileña en la convención del Tea Party, a mi álter ego intentando comprimir en un haiku mi expediente académico, a Madame Bovary facturando online dos arcones en un vuelo con Ryanair, a Van Morrison poniéndole música a una sopa de letras o a Siddhartha leyendo las tiras de Martínez el Facha en un número especial de el jueves. Y la revolución tecnológica sólo acaba de empezar. No me atrevo a imaginarme como será mi TAC dentro de veinte o veinticinco años.

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