Toda la información que hemos ido engullendo a lo largo de los años: tebeos del Capitán Trueno, el catecismo y algunos números de el Víbora; relatos, poemarios y novelas; noticias de prensa, reportajes y editoriales; contratos de alquiler, de trabajo y pólizas de seguros; ponencias, reseñas y artículos científicos; cartas, SMS y correos-electrónicos; instrucciones de uso de mp3 y prospectos de antibióticos; normativas de aerolíneas low cost y guías de turismo; convenios colectivos y boletines oficiales del estado; informes médicos y testamentos, etc. se ha ido acumulando en nuestra memoria y se ha ido convirtiendo en un ovillo, una madeja, un amasijo amorfo, como el bolo alimenticio que se forma en el estómago después de haber cenado ensaladilla rusa de primero, una pizza cuatro estaciones de segundo y macedonia de frutas de postre. Si en un TAC se pudiese ver la información almacenada en el cerebro, en el mío seguramente aparecerían, entre otros, mi profesor de literatura sacándole brillo a unos endecasílabos de Antonio Machado, a Woody Allen convirtiendo el texto de un prospecto de Lexatín en diálogos para Manhattan, al comerciante de telas Gregorio Samsa practicando papiroflexia con la escritura de mi piso, al marqués de Bradomín comprando un asiento de primera clase en el tranvía a la Malvarrosa, a Tierno Galván leyendo una ponencia sobre la movida madrileña en la convención del Tea Party, a mi álter ego intentando comprimir en un haiku mi expediente académico, a Madame Bovary facturando online dos arcones en un vuelo con Ryanair, a Van Morrison poniéndole música a una sopa de letras o a Siddhartha leyendo las tiras de Martínez el Facha en un número especial de el jueves. Y la revolución tecnológica sólo acaba de empezar. No me atrevo a imaginarme como será mi TAC dentro de veinte o veinticinco años.
domingo, 23 de septiembre de 2012
108. Lecturas
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