Todo sucedió mucho antes de que llegase la pandemia del
coronavirus. Una mañana él dijo que bajaba al bar a tomarse una caña, serían
las 12:30. Ella le pidió que por favor a la vuelta le subiera un paquete de
cigarrillos. Vale, -dijo él saliendo por la puerta-, a las dos estoy en casa.
Pero no fue así, él no volvió. Pasaron los días, las semanas, los meses.
Ella no sabía que había pasado, en todo ese tiempo ni una carta, ni una llamada
de teléfono. Apenas llevaban un
par de meses viviendo juntos, aun no estaban casados. Ella esperó un tiempo, medio
año tal vez, pero se cansó de esperar. Conoció a otro hombre, vivía en el
edificio de enfrente, se casaron y tuvieron un hijo. Enviudó pronto, un tumor
cerebral. El hijo, Pascual, también murió joven, iba en uno de aquellos vagones que
explotaron el 11 de marzo del 2004. La vida pasa tan deprisa, se decía. Tenía muchos
recuerdos, grandes y pequeños, muy desordenados, y poca compañía. Por eso, por la
edad y por su artrosis, se pasaba todo el tiempo mirando por la ventana de su apartamento. Desde allí miraba pasar la
vida con nostálgica indiferencia. La tele nunca le había gustado y de la radio
sólo la entretenían los programas que ponían a altas hora de la madrugada. Fue
justo el día después del levantamiento del estado de alerta cuando oyó abrir la
puerta y lo vio entrar, así sun más, eran las 14:15. Él colocó dos
paquetes de Lucky Strike y las llaves sobre la consola de la entrada y colgó su
chaqueta en el perchero. Un ritual que ella conocía al dedillo. Al pasar a su
lado él le dio un beso en la mejilla, dijo que en el estanco no quedaba
Chesterfield y se dirigió al cuarto de aseo. Ella le pregunto si quería comer
algo y él dijo que no, que ya había picado algo en el bar, que después de las
noticias, se tomaría un yogur o una manzana, quizás. Se sentaron en el salón,
cada uno en su butaca. Él puso la tele y ella se encendió un cigarrillo.
(Fotografía: Cristina Izquierdo Lowry)
Es una forma de contar los encuentros y desencuentros que tenemos. Las rutinas, que a veces nos agobían, pero que acabamos echando de menos. Como lo que ocurre ahora. ¡A cuantos les gustaría volver a escuchar el despertador y meterse en el atasco!
ResponderEliminarFelicidades. Me ha gustado mucho.
Mucha gracias, Lucas. Como tú bien sabes,escribir es una forma de mantenerse a flote en medio de la tempestad y un buen libro, un chaleco salvavidas. A ver cuándo vemos a Miguel resolver otro asesinato o, quién sabe, pegando tiros en Nuevo México...
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