En otro tiempo, por este sendero arbolado solía pasear un
prestigioso biólogo. Un profesor de trato afable, algo introvertido y puntual
como un reloj. Salía de su casa a las tres y media en punto, con su sombreo, su
bastón de madera de sauce y su pipa de marfil, que un viejo amigo le había
traído de un viaje a las colonias. Caminaba durante una hora exacta, en un
paseo hasta un viejo tejo que había en la campiña cerca de un estanque y
protegido de los vientos del norte por un pequeño otero. Allí permanecía cinco
minutos contemplando el paisaje, acariciaba la corteza del viejo tejo y con su
paso lento y relajado volvía por el mismo camino. Antes de entrar en casa,
sacaba su reloj de bolsillo y comprobaba que el paseo había durado justo una
hora, ni un minuto más, ni uno menos. Había publicado muchos libros y de él se
decía en el pueblo que lo sabía todo sobre los árboles. Las hayas que flanquean
el sendero le tenían también un tremendo respeto al viejo profesor, verdadera
devoción. Cuando escuchaban que se acercaba, por el ruido cadencioso de sus pasos,
semejaba que se estiraban, que se ponían firmes como soldados rindiendo honores
militares. A las hayas les encantaba el olor dulce del tabaco que fumaba el
viejo profesor y también, y sobre todo, escuchar sus pensamientos. Más, desde
que supieron que el experto biólogo llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea
de la inmortalidad de los árboles. Tenía la teoría de que algunos árboles, como
el tejo, carecían de un programa genético de senescencia y eran potencialmente
inmortales. Esta teoría desató una ola de euforia y entusiasmo entre las hayas
y todas empezaron a soñar con la posibilidad de vivir también ellas
eternamente. Confiaban en que el viejo profesor daría un día con la fórmula de
la eterna juventud para todos los árboles. Cada vez que percibían en los
pensamientos del científico una palabra nueva que no entendían, como metilación o desmetilación, daban por sentado que las investigaciones avanzaban e iban por buen camino. Decían los más viejos del lugar que el sendero
arbolado nunca había lucido tan hermoso como aquella primavera en que, sin
nadie saberlo, las hayas empezaron a soñar con la inmortalidad. Mas un día, a
principios de otoño, el viejo profesor no acudió a su habitual paseo. Al otro
día, tampoco, ni al otro. Pasaron varias semanas hasta que los árboles se
enteraron, por los tristes pensamientos de un pastor de la zona, que el viejo
había dejado este mundo víctima de unas fiebres. La noticia cayó como una
tormenta de mil rayos sobre las hayas. Fue tremendo el dolor y la angustia que
les produjo perder a la persona que les había dado tantas esperanzas, que les
había hecho creer en la posibilidad, por muy remota que ésta fuese, de poder
vivir para siempre. Un dolor y una angustia que aún a día de hoy son visibles
en el desgarrador estremecimiento que muestran sus ramas. Incluso hay quien
afirma escuchar gemidos sordos bajo sus ramas y ver caer desde las hojas más
sombrías lágrimas gordas y espesas como gotas de resina.
(Fotografía: Juan Rodríguez Pazos)
Precioso!!
ResponderEliminarUnha homenaxe a quén se foi caladiñamente ....
Moitas grazas. Si, tamén admite esa lectura.
ResponderEliminargracias! muy motivador! Saludos y Pura vida
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