martes, 7 de abril de 2020

415. Elogio de una gota

Una gota es un átomo de lluvia, la primera del aguacero que te roza la mejilla es como una caricia con la que no contabas. Y gota es también ese resto de miel en la comisura de los labios de la chica de la mesa de enfrente que desearías hacer desaparecer con un beso robado.
Gotas son esos segundos de vida que un reloj de agua te inyecta en vena y van directamente al corazón o, como decía Baudelaire, lo que quede de él. Y eran gotas también la ponzoña con la que un áspid convirtió en diosa a Cleopatra.
Gotas son las que asoman por el orificio de la jeringa un instante antes de que un chute de heroína te conduzca por un atajo al paraíso. Y también aquéllas que salpican de melancolía el rostro del suicida al borde de un acantilado.
Una gota puede ser también la que te indique que ya es demasiado tarde para ponerte el preservativo, o la que quita o saca los colores a un test de embarazo.
Y, cómo no, también son gotas las lágrimas vertidas por un amor que no valió la pena y el alma expulsa a modo de colirio para limpiarte la mirada.
Es una simple gota la que colma el vaso de la paciencia, o la que desciende disidente por la copa de vino tras un brindis largamente esperado.
Dos simples gotas servían de pijama a un mito erótico del cine, pues una gota lo puede ser todo y nada: lente, espejo, ojo de pez o un toque de distinción capaz de convertir una gran foto en una foto extraordinaria. 

(Fotografía: Amparo Portabales Dobaño)

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