Una gota es un átomo de lluvia, la primera del aguacero que
te roza la mejilla es como una caricia con la que no contabas. Y gota es también
ese resto de miel en la comisura de los labios de la chica de la mesa de enfrente que desearías hacer desaparecer con un beso robado.
Gotas son esos segundos de vida que un reloj de agua te
inyecta en vena y van directamente al corazón o, como decía Baudelaire, lo que
quede de él. Y eran gotas también la ponzoña con la que un áspid convirtió en
diosa a Cleopatra.
Gotas son las que asoman por el orificio de la jeringa un instante
antes de que un chute de heroína te conduzca por un atajo al paraíso. Y también
aquéllas que salpican de melancolía el rostro del suicida al borde de un
acantilado.
Una gota puede ser también la que te indique que ya es demasiado
tarde para ponerte el preservativo, o la que quita o saca los colores a un
test de embarazo.
Y, cómo no, también son gotas las lágrimas vertidas por un
amor que no valió la pena y el alma expulsa a modo de colirio para limpiarte la
mirada.
Es una simple gota la que colma el vaso de la paciencia, o
la que desciende disidente por la copa de vino tras un brindis largamente
esperado.
Dos simples gotas
servían de pijama a un mito erótico del cine, pues una gota lo puede ser todo y
nada: lente, espejo, ojo de pez o un toque de distinción capaz de convertir
una gran foto en una foto extraordinaria. (Fotografía: Amparo Portabales Dobaño)
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