Esta fotografía posee un gran poder evocador y se presta a
tantas lecturas e interpretaciones como observadores la contemplen. A un
cardenal vanidoso quizás le sugiera una fantasía fashion; a un amante del arte
postmodernísimo, una creación de Damien Hirst, una versión Swarovski de una mora
o un cálculo biliar; quien esté siguiendo una dieta hipocalórica, tal vez vea un
bombón de Ferrero Rocher; y estos días también habrá quien interprete la imagen
como un coronavirus en una fiesta de disfraces; y a saber qué más. A mí esta
imagen, en cambio, me trae a la memoria un clásico del cine americano, una
película que posee posiblemente uno de los mejores arranques de la historia del
cine, además de una banda sonora que se le mete a uno bajo la piel para toda la
vida.
Nueva York es una ciudad con la que, quien más quien menos,
tiene vínculos afectivos. Bien por amigos o familiares que viven o han vivido
allí, por novelas cuya historia transcurre allí, por películas o por miles de fotografías
que todos estamos cansados de ver. Mis vínculos emocionales con Nueva York (ciudad
que nunca he pisado, dicho sea de paso) son varios y uno de ellos, posiblemente
el más fuerte (de momento), es Breakfast
at Tiffany’s. Las piedras engarzadas en este anillo contienen toda la belleza,
todo el encanto y todo el glamour de Audrey Hepburn dando vida al personaje de
Holly Golightly. La historia que nos cuenta esta película, una versión
edulcorada de la novela de Truman Capote, es una historia romántica de una honestidad
como hay muy pocas en su género. Además, como apasionado de la fotografía,
tengo que decir que algunos planos de Audrey Hepburn en este filme forman parte
de los iconos fotográficos del siglo XX, a la altura de los de Marilyn Monroe,
Charles Chaplin o el Che. Me consta que el autor de la fotografía de esta
entrada ha estado en la famosa joyería del 727 de la 5ª avenida y que ha visto Breakfast at Tiffany’s en más de una
ocasión. Los tonos de las piedras de este anillo coinciden con los tonos de la
diadema que la protagonista luce, a juego con su traje fucsia, en la escena más
dramática de la película. Todo un homenaje por su parte, desconozco si
consciente o inconscientemente.
Pero volviendo a un plano más personal, quizás mi costumbre
de, cada vez que visito una ciudad, madrugar un día para disfrutar la ciudad
para mí solo, muy probablemente provenga del arranque de esta película. Y en mi
época joven también soñé con vivir un día una situación como la de la escena
final. - Con lo que llueve en Galicia, malo será, - pensaba. Y una vez casi lo
consigo, pero con todo lo que había bebido fui incapaz de articular dos
palabras seguidas, la chica en cuestión tenía de todo menos glamour y la lluvia
era, por llamarlo de alguna manera, un orballiño de esos que no sabes muy bien si
te está mojando o tomando el pelo. Así de prosaica puede ser la vida, y quizás por eso
resulte tan bonito y tan gratificante disfrutar películas como Breakfast at Tiffany’s o,
en su defecto, fotografías que nos las evoquen.
(Fotografía: Mino Andrade)
(Fotografía: Mino Andrade)
Gracias Jose por hacernos viajar a ese 727 de la quinta. Durante un rato hemos salido del confinamiento. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias a ti por prestarme la foto y por inspirarme el relato. Aperta
ResponderEliminarMe ha encantado eso de ° la chica en cuestión... "
ResponderEliminarMe ha encantado eso de ° la chica en cuestión... " ( La burgalesa)
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