En esta época de confinamiento, en la que todos llevamos el
hecho de estar aislados como mejor podemos, la necesidad de comunicación,
contacto y cariño hace que las redes sociales se colapsen por el alud de
mensajes de ánimo, solidaridad y apoyo emocional. Mensajes en forma de memes, lemas solidarios, retos
divertidos, canciones, poemas y muchos otros. Todos estos mensajes son bien
recibidos y muchos de ellos tienen un valor añadido y es que, además de arropar y
animar, hacen reflexionar sobre aspectos importantes de la vida. Uno de los últimos que recibí fue un hermoso
poema de Joan Margarit, autor que no conocía, que para no extenderme, empieza con un“Pronto no habrá amapolas …” y termina
con un optimista y esperanzador “… y vuelve, siempre vuelve, la alegría”. Un
buen chute de optimismo y esperanza siempre es bienvenido, da igual cuándo, pero en estos momentos más. Pero
pandemia y confinamiento al margen, tengo que reconocer que con respecto a
estos dos conceptos (como con otros muchos) tengo un serio problema de
dosificación, pues unas veces pienso que me quedo corto y, en cambio, en otras peco de exceso
de esperanza y optimismo. Y esto puede llegar a generar verdadera desazón. Por
una lado, a veces me angustia la idea de que la esperanza pueda llegar a morirse de inanición
y, por otro lado, que un día una sobredosis de optimismo me envíe a un viaje sin
retorno.
Por lo general, las entradas de este blog están inspiradas en una
fotografía; en otras, las que menos, surge primero el texto y luego busco la
fotografía que complete o le dé sentido al texto. Pero en esta ocasión fue la fotografía
la que me buscó a mí. Estaba poniendo orden en mis archivos y al sacar un
manojo de papeles del armario se me cayó una fotografía al suelo, me clavó su mirada y ya
no me dio opción. Ahí estaba. Quizás el secreto de mi dosificador de esperanzas y
optimismos se oculte detrás de esa pared. Quién sabe.
Gracias, Victoria, por enviarme el poema de Joan Margarit.
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